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Amanda

Juan Martínez Reyes

Cuando ella abrió su puerta, la contemplaste de arriba hacia abajo y no pudiste evitar que la chispa del deseo se incrustara en tus ojos. Habías esperado una semana para verla, agobiado por la rutina del trabajo y los estudios nocturnos de la universidad. Dentro del recinto, viste la silueta de un hombre. Tus ansias se convirtieron en celos que no pudiste ocultar. ¿Quién sería ese sujeto? Tal vez un amigo más con quien solía compartir su soledad o quizás un pretendiente que al igual que tú, la buscaba para conquistar su corazón. La mujer se percató de tu frialdad, de tus celos de colegial enamorado. Te miró con una amalgama de nostalgia y alegría. Entonces, escuchaste su voz sibilina que te envolvió en un instante:

-¡Hola, Ronald!

Eso bastó para que las imágenes de aquel último encuentro con ella invadieran tus pensamientos. Sí, ahí estabas tú, reptando como un poseso por el deseo inconmensurable, en las curvas de su cuerpo lozano y níveo. Le susurrabas algunos versos del vate Dámaso Alonso: “¿Hacia qué hondón sombrío me convida, desplegada y astral tu cabellera? ¡Amor, amor, principio de la muerte!”

Y como un casanova, tú pensabas que estabas logrando ingresar a su corazón, pues ella se sonrojaba. Le acariciabas sus cabellos castaños y la mirabas con ternura. En ese instante, eras feliz como cuando de niño lograbas conseguir que te comprasen los dulces que pedías. Besabas las curvas granate de su boca y poco a poco ibas bajando hasta los médanos febriles de su torso. Ahí te detenías a contemplarlos un momento, como si fuese una obra de arte vanguardista. Con tus dedos explorabas las diminutas torres circulares que iban creciendo entre los dos médanos debajo de su cuello y, luego, los besabas con avidez.

Cuando llegabas al centro de su selva, acariciabas con tu lengua sus finos surcos de Tersícore. Bebías el néctar de su abismo y hundías tu vara, desatando la música de su boca que se extendía en el silencio de la noche. Al consumar el encuentro, te acercabas a su oído y le decías unos versos eróticos del gran César Vallejo: “Pienso en tu sexo, simplificado el corazón, pienso en tu sexo, ante el hijar maduro del día”.

Y volvías a encender la noche, al deslizarte como sierpe de coral en su cuerpo febril que sucumbía a tus caricias. Esa era la vida que tú habías querido siempre, la vida hedonista que deseabas compartir a su lado. Nada más hacía falta. Salvo que declares tu amor incondicional. Aunque en el fondo, tú sabías que eras como un “amigo con derechos”.

La magia se quebró cuando viste que detrás de Amanda salía tu primo Andy, quien al verte te guiñó, te dio una palmada en el hombro y te dijo:

– Provecho, campeón.

Te quedaste petrificado un instante. No supiste qué contestar. Maldijiste dentro de ti. Jamás imaginaste encontrarlo allí. Vacilaste y no supiste si entrar en la habitación o salir corriendo, dejando tras de ti a los parroquianos que ingresaban con premura al Rancho de las Conejas.

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