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¿Alguna vez has aplaudido después de leer un libro? Recordando a Benedetti

De: Carlos Battaglini / Inmediaciones

En todos los relatos despliega un lenguaje sencillo, familiar, melancólico, combinándolo con altas dosis de intriga, de humor y a veces de crueldad. Desde historias de funcionarios esperando una subida de sueldo, pasando por el enamoramiento de una voz de teléfono, ciegos que pueden ver, amores entre feos, terribles historias represivas, hasta cuentos llenos de calidez, realidad e imaginación.

Destacaría, “Familia Iriarte” (la voz), “Jules y Jim” (amenazas de muerte de un amigo del protagonista), “Maison Lucrèce” (prostitutas ilustradas), “Triángulo isósceles” (cuernos con la misma) y “Pacto de Sangre” (narración de un anciano) En definitiva, “La Sirena viuda” es un magnífico libro.

Estas notas que alguien acaba de leer, corresponde a mi librito de reseñas. Ese que comencé a elaborar tras haber leído la biografía del Che Guevara donde se cuenta que el comandante cada vez que acababa un libro, escribía sus impresiones en un cuaderno. Y desde entonces.

Primero sobre un cuaderno verde, bolígrafo como instrumento, el pulso de la carne, la tinta azul que se expande. Entrañable probable. Mente. Luego, claro, el ordenador. Suena mal. Y es algo de una utilidad tremenda esto de las reseñas, puesto que los libros que leemos, al igual que aquel café que nos tomamos en 1994, se van olvidando. Pero cuando uno lee sus impresiones escritas, el tiempo se reduce, se acerca, saboreas la paella de 1993, luz.

Aplaudí. No recuerdo haber nunca aplaudido mientras leía un libro. Si acaso, cuando ha habido unos párrafos que me hayan arañado, he dejado el libro sobre mi pecho, contra mi pecho, reposado, he liberado mis manos y he mirado hacia el techo, hacia alguna parte, y he sonreído levemente por fuera, infinito por dentro, y me he dicho, “esto es literatura”.

Pero aplaudir, vitorear, festejar como si el equipo de uno hubiese marcado un gol, sólo me ha pasado con él.

Mis gritos inquietaron a varias personas de la casa, que raudas, acudieron al “cuarto de los juguetes”, para preguntarme si pasaba algo. “No, no, es que me está gustando esto que estoy leyendo. Nada más”. Y mientras esa persona volvía a marcharse tras un “ah”, mientras aún estaba por los pasillos, yo volvía a gritar, “¡qué clase!”.

Corría o caminaba el año 2000 y estaba de moda entre nosotros, “los jóvenes”. Incluso los que preferían ante todo el Marca, habían leído libros del uruguayo, y al final, por supuesto, uno acaba por caer, por engancharse. Y entonces los aplausos, los gritos.

Luego lo vi varias veces por la tele. Apacible rostro, tranquilo, con aire de hombre bueno, hablaba con una cierta ternura. Reconozco que siempre me atrae más lo maldito, lo milleriano del personaje, las gotas celinescas, los disparos. Él era todo lo contrario: armonía, sosiego, violines. Reconozco que me gustaba más su literatura, que él escritor, simplemente por eso, porque me atrae (lo siento) cuando Verlaine dispara a Rimbaud en la Gare Central, Carver cayéndose, muy borracho, Malraux a los mandos de un avión republicano y esas cosas. La sangre.

Y he de decir que el otro día releí varios cuentos suyos de la Sirena Viuda, y aunque no los recordaba muy bien, los predije, ¡sabía que cuando Agustín se metía en esa casa, su amigo lo traicionaría!, ¡sabía que el ciego iba acabar hablando!; me pareció además, que el escritor usaba un lenguaje demasiado explícito, informativo, olvidándose a menudo de la insinuación.

Y reconoceré también que esa noche leí un cuento de Cortázar, y me pareció como casi siempre, soberbio, guardándose ese as bajo la manga, manteniéndote como siempre pegado a su retórica burguesa, llena de paz, con sabor a té de las cinco, y no sabes como pero sigues leyendo y leyendo, un deslizarte. Continuo.

Sí, han pasado 9 años, y ya me cuesta más aplaudir, de hecho no recuerdo haber aplaudido desde entonces. Y por ello, Benedetti, nueve años después no arrancó de mi unos sinceros aplausos, pero me dio igual.

Lo recuerdo como alguien que en un momento dado me proporcionó unos grandes momentos, un disfrute físico de la literatura, una lectura casi dionisiaca. Y con eso es lo que me quedo.

Y como ya dije aquí una vez, los libros son una materia orgánica que permanece en nuestro cerebro como seres vivos. Nuestras impresiones sobre determinada novela no son definitivas. Depende cómo hayamos leído el libro, nuestras circunstancias, nuestro grado de madurez, conocimiento y otras cosas que vete tú a saber qué son.

Por eso no descarto que Mario vuelva a arrancar de nuevo en mí unos sinceros aplausos, unos vítores reales en un momento dado. Quizás pasarán otros nueve años hasta volver a saber de él. Y entonces, tal vez, volveré a gritar como un ultra, a dar esos gritos fanáticos, y alguien a vendrá a mi cuarto y me preguntará si me pasa algo, y yo contestaré que no, que simplemente estoy leyendo a Don Mario Benedetti.

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