La filosofía no recobrará la salud hasta que recupere el sentido de la cortesía e incremente su ambición. No es posible vivir sin ninguna certeza
Rafael Narbona
La filosofía está de moda, pero eso no significa que goce de buena salud. Proliferan las obras de divulgación que acercan el pensamiento de los grandes filósofos a un público no especializado. A veces con gran rigor y transparencia, como es el caso de la Historia de la Filosofía de A. C. Grayling. Sin embargo, ya no hay filósofos de la envergadura de Heidegger, Sartre, Ortega y Gasset, Gadamer o Henri Bergson. ¿Cómo se explica esta paradoja? Desde la posmodernidad, un fenómeno que comienza en los setenta y se agudiza en los ochenta con la caída del Muro de Berlín, se ha desdeñado la posibilidad de elaborar teorías ambiciosas.
Ya nadie se plantea tejer un sistema que ofrezca respuestas a las grandes preguntas de la metafísica, la epistemología, la ética, la política o la antropología. El pensamiento débil vino a decir que las preguntas debían quedar abiertas. Postular valores universales constituía una ingenuidad, pues nada era definitivo ni sagrado. La época de los grandes relatos había acabado. Ya solo podíamos albergar dudas, sabiendo que cualquier certeza era provisional y relativa. La Ilustración había liquidado los dogmas, un paso necesario y altamente liberador, pero la Posmodernidad considera que había que llegar más lejos, descartando la noción de verdad.
Ya solo cabía deconstruir los viejos conceptos o esencias, mostrando su carácter falaz. Ese proceso abocaba a una nueva forma de leer los textos clásicos. Las palabras ya no pueden reducirse a una interpretación referencial y unidimensional. Su naturaleza no es denotativa, sino polisémica. Leer implica generar una red infinita, una constelación inacabable de diseminaciones, que fructifican en forma de nuevas lecturas, donde lo esencial no es la comunicación, sino la autonomía del signo, cuya singularidad consiste en afirmarse y negarse simultáneamente.
El nihilismo de la Posmodernidad promovió un estéril academicismo. La elaboración de nuevas teorías e interpretaciones pasó a segundo plano, cediendo el protagonismo a tediosos ejercicios hermenéuticos salpicados de tecnicismos. Las notas a pie de página crecieron hasta la insensatez, desplazando al texto, que quedó reducido a un tenue hilo cuyo sentido último era enlazar una cita tras otra. La filosofía se convirtió en un juego, pero un juego fatuo y algo grotesco.
Omitiré nombres, pero no he olvidado la jerigonza de algunos de mis profesores de filosofía de la Complutense de Madrid cuando yo cursaba la carrera. Al hablar, rozaban el éxtasis. Parecía que sus ojos iban a ponerse en blanco y que sus gestos desembocarían en convulsiones semejantes a las que acontecían en las fiestas dionisíacas. Muchos alumnos los imitaban, reproduciendo una verborrea que solo producía estupor en los estudiantes de otras facultades.
Ya no hay filósofos de la envergadura de Heidegger, Sartre, Ortega y Gasset, Gadamer o Henri Bergson
Cuarenta años después, las cosas no han cambiado demasiado. La mayoría de los profesores y alumnos continúan despreciando a los filósofos que han cultivado la claridad, como Bertrand Russell, Ortega y Gasset o Voltaire. Parecen olvidar que Platón, el primer gran filósofo de la Antigüedad, desarrolló un estilo elegante, claro y fluido. La Apología de Sócrates, el Banquete o el Fedón son bellísimos textos literarios, donde las ideas conviven con las metáforas y los mitos. Es inevitable conmoverse al leer las páginas dedicadas a la muerte de Sócrates o al seguir los razonamientos de Diotima sobre el amor.
Platón está a medio camino entre la literatura y la filosofía. No es un caso aislado en su época. Aristóteles también fue un gran literato. Según Cicerón, sus diálogos eran un «río de oro», pero desgraciadamente se han perdido. Solo conservamos algunos ensayos, como sus tratados sobre moral o política, y las notas que preparaba para impartir clases en el Liceo, a partir de las cuales se publicó su Física y su Metafísica.
El pensamiento débil vino a decir que las preguntas debían quedar abiertas. Postular valores universales constituía una ingenuidad
El Aristóteles que conocemos, árido y frío, no es el Aristóteles real, lírico y, probablemente, apasionado. Los filósofos latinos —Boecio, Séneca, Marco Aurelio— tampoco descuidaron el estilo. Su prosa es austera, pero no áspera o hermética. Gracias a su sencillez y transparencia, siguen cosechando lectores. Sus enseñanzas han superado la barrera del tiempo, aportando alternativas a los que se debaten con la perplejidad, la angustia o el desaliento.
Si viajamos a la Edad Media, nos topamos con San Agustín, cuyas Confesiones poseen una indudable belleza literaria. Su prosa, vibrante, sincera y profundamente introspectiva, alumbra un género desconocido en la Antigüedad, pues hasta entonces las autobiografías excluían cualquier forma de debilidad o imperfección. La escolástica se alejará de la claridad y la belleza, alegando que solo le interesa el rigor. Habrá que esperar al Renacimiento para que surjan nuevas plumas filosóficas con voluntad de estilo, como las de Pico della Mirandola, Erasmo de Rotterdam o el gran Montaigne. Durante la Edad Moderna, Descartes y Spinoza imitarán el tono gélido e impersonal de la escolástica.
La mayoría de los profesores y alumnos continúan despreciando a los filósofos que han cultivado la claridad
Sin embargo, Pascal desplegará una prosa deslumbrante para expresar sus inquietudes existenciales. Al llegar el Siglo de las Luces, la filosofía y la literatura se confundirán. Voltaire y Diderot demostrarán que pensar no implica cerrar las puertas a lo plástico y creativo. Ya en el XIX, grandes espíritus como Kierkegaard, Schopenhauer o Nietzsche continuarán con ese talante, evidenciando que el pensamiento, la nitidez y la belleza pueden convivir sin estorbarse. No esta de más señalar que los tres sufrieron el desprecio de las academias y universidades de su tiempo.
El siglo XX contó filósofos con un gran estilo literario: Bergson, Ortega y Gasset, María Zambrano, Albert Camus, Sartre, Cioran. El academicismo ha sepultado esa forma de pensamiento. Curiosamente, el tono pedante y erudito prosperó con la irreverente Posmodernidad. No menosprecio las aportaciones de Gianni Vattimo, al que aprecio como filósofo, pero sí las de sus imitadores y las de los que aún mantienen las brasas del posestructuralismo, verdaderos adalides de la solemnidad más indigesta.
El Aristóteles que conocemos, árido y frío, no es el Aristóteles real, lírico y, probablemente, apasionado
La filosofía no recobrará la salud hasta que recupere el sentido de la cortesía e incremente su ambición, intentando proporcionar respuestas convincentes a los grandes enigmas de la existencia. Detesto los dogmas, pero sí creo que son necesarias las convicciones. No es posible vivir sin ninguna certeza. El pensamiento débil no es pensamiento, sino claudicación. Enredarse en filigranas hermenéuticas tampoco es una alternativa. No creo que a Hegel, Kant o Platón les hubiera agradado saber que la filosofía había quedado reducida a la interpretación de sus textos.
La búsqueda de sentido, como advirtió Viktor Frankl, es la pulsión más intensa de nuestra especie. La misión de la filosofía es acompañar al ser humano en esa tarea. Eludir ese reto solo ahondará la crisis que ya sufre la disciplina. Si no surgen voces que trabajen en esa dirección, el saber filosófico quedará reducido a arqueología. Sócrates volverá a morir, pero la causa ya no será la cicuta, sino la afectada retórica de los que identifican el pensamiento con las notas a pie de página y las prolijas bibliografías.