Hugo H. Padilla Monrroy
Giraba en el calendario un día cualquiera de diciembre de 1943, el Brigadier Mayor entregó el estandarte de la Academia Nacional de Policías y Carabineros de Bolivia, al nuevo Brigadier Mayor, y con un par de estrellas plateadas sobre los hombros, como carga responsable para “luchar por el orden y el bien de todos”; una chaqueta “verde olivo”, señía en la testa un gorro militar “de plato”, con el juramento de rigor de lealtad a la República y el sagrado beso a su tricolor, el cadete Héctor Yáñez Serrano, se convertía en el Subteniente de Policías y Carabineros de Bolivia, iniciaba una nueva vida, ahora profesional del Orden, La Disciplina y el Honor, al tiempo que recibía su primer destino como oficial de esa loable institución que amó de por vida, al final de sus días con orgullo repetía, “no soy Guardia, soy Policía y Carabinero de la República de Bolivia” ……
Así pasaron los años y sus tiempos, con sus ascensos en sus grados, le correspondió su obligación de viajar por los suelos de la patria, fue que, en 1947, recibió orden de trasladarse a San Ignacio de Velasco y fundar con unos veinte carabineros, el “Destacamento Montado Frontera Oriente”, su misión proteger a la población ganadera y agrícola de la región, que era acosada por los aborígenes Sirionós, etnia nómada, llamada en esas épocas y esas regiones “Los bárbaros”. Tarea encomendada no muy grata y peligrosa, por los riesgos de las sombras del monte, las alimañas y los trajines por las sendas misteriosas en las que se protegían y ocultaban esos seres indómitos que seguramente resistieron también a las Reducciones Jesuíticas y permanecieron en su selva, su hogar y dominio, vecinos naturales de los tigres, jaguares, tatuses, borochis, amigos de juegos con manechis, y chichilos, verdugos de pacuses, pirañas y surubises; ellos que resistieron desde siempre las intenciones de su integración y civilización, esos gigantes de los montes, que desde siglos atrás no sucumbieron a la Biblia y Cruz de los jesuitas, ni tampoco a los embates de los arcabuces españoles y lusitanos.
Descansados y ensillados sus corceles, los hombres del verde olivo, emprendieron marcha desde la estancia “El Dorado”, con rumbo norte, era en esa dirección, por la que partieron los desnudos bárbaros que, días antes habían acosado la estancia de manera brutal, matando a flechazos, los perros cuidantes, un siervo manso, a las dos señoras de la cocina, madre e hija y a dos menores de doce y ocho años, solo se llevaron consigo los panes de la mesa, algunas frazadas y algunos cuchillos; emprendieron su retirada de la misma manera como habían llegado de manera sigilosa rápida y dejando tras de sí, las huellas de sus pisadas y sus deposiciones estomacales que las realizaban en su carrera de huida, sin los cuidados de las normas de la civilización. Hecha la denuncia por el dueño de la propiedad ganadera, don Segismundo Dorado a las autoridades, con la tristeza de la pérdida de sus gentes de confianza, hecho ocurrido mientras él realizaba las labores de arreo de su ganado a los corrales para las marcaciones, ordeñas y demás labores de las faenas ganaderas. No bastaron las cuatro cruces cristianas plantadas a los cuatro brazos de la rosa de los vientos, en torno a la Casa de Campo, con objeto de espantar los peligros de los montes y sus vivientes, esos símbolos que muchas veces sirvieron de protección a las salvajes asechanzas.
Se cabalgó durante cuatro horas, en el descanso del arroyo Chopitéa, se sintió un olor raro y algo nauseabundo, el silbido del viento entre los árboles el cantar de tordos, y el trinar del matico, silenciaron de pronto el ambiente se tornó infinito, los hombres del Destacamento Montado, pusieron en apronte sus fusiles Mauser y buscaron refugio en los matorrales vecinos, en instantes unos silbidos lacerantes surcaron el aire y clavaron en las ancas de un “macho cenizo”, otra en la pantorrilla del sargento Cury y otras rondaron los cuerpos inertes y agazapados de los carabineros que a orden de su teniente, dispararon a la dirección de donde provenían las flechas de tacuarilla, con puntas de tajibo y colas de plumas de Paculitas, fue así que en minutos del ataque, se escucharon los lamentos dolorosos de monte adentro, con los recaudos del momento se identificó un salvaje herido en el pecho, a su lado una mujer llorosa asustada, un bebé en su regazo y un niño-adolecente de doce años aproximadamente abrazado al doliente y moribundo “Sirionó”, era quizá el remedo muy familiar del sacrificio del Gólgota, trasladado a las selvas de la Chiquitanía, en pocos minutos y ante la brava reacción de la mujer en contra de los carabineros, que impedía su acercamiento al moribundo, este ser moreno de piel, de rasgos mitológicos y eternos, exhalaba un último suspiro, aferrado a su arco de chonta y su flecha en mano, como mostrando no rendir a los embates de esa lucha, entre la civilización y la vida salvaje y montarás.
Enterrado el bárbaro, la mujer atada de manos, violenta pretendiendo morder a cuanto humano se le acercaba, aferrada a su bebé y el niño asustado muy pegado a su ser maternal, fueron conducidos a la Estancia El Dorado, en los últimos rayos de luz de la tarde, bajo el lamento golpetear del pájaro carpintero y el inicio acompasado del concierto de ranas en los aguales y curichis, el chillido melancólico de unos grillos arropados de estricto frac funerario. Esa noche la mujer fue alojada a cubierta del galpón de ordeña y atada a un palo, sentada y con las piernas aseguradas con un lazo, y otro alrededor del pecho, gruñía y vociferaba de manera violenta, su bebé muy cerca de ella y a cuidado previo de una de las damas de la morada, fue colocado en falda para que pudiese ser amamantado, el jovencito muy asustado, se mantenía taciturno, inconmovible y con mirada sumisa y perdida, solo pudo tomar alimentos a la invitación del Teniente Héctor Yáñez, Jefe de la Patrulla, y resguardado muy de cerca por el Cabo Luis Tawa.

Solo el rugir de un tigre en lontananza, el graznido de una lechuza malagüera, rompían el silencio de la noche campechana, cuatro vigilantes eran testigos de la oscuridad, en la compañía adicional de los tapiosí y luciérnagas iluminando centellantes las oscuridades de ambiente, casi nadie podía conciliar sueño por la incertidumbre del posible ataque en rescate de los “originarios”. Muy aclarando luces de la madrugada, se percataron de que la madre indígena, había cavado con sus talones un hueco y había colocado a su bebé, boca abajo y medio cubierto que, lo llevó hasta la asfixia, por ello no lo escucharon llorar ni gemir. El adolecente corrió hasta el regazo de su madre y trató de consolarla en tan terrible situación, sin embargo ella le habló en su idioma muy enérgica seguramente lo instaba a la huida, sin embargo él pretendió en un momento la instrucción, pero al verse vigilado y por la solidaridad con ella quedó a su cuidado por ese día, era imposible acercarse a ella y pretender alimentarla, era su reacción violenta, agresiva y temible, por ello y al tercer día, también ella amaneció en los brazos de su divinidad, alcanzó en su viaje al bebé y su marido, en la eternidad de sus ancestros; el muchacho huérfano viajó con la patrulla hasta San Ignacio de Velasco.
Las labores de la patrulla fueron frecuentes y siempre en resguardo de las familias vivientes en los campos aledaños, desde esos días no se registraron las invasiones y acometidas “bárbaras”, como si ese encuentro cruento y cruel, hubiese sido el último intento de recuperar la tierra de las ubérrimas selvas del Yacundá, la de los “Sirionós”, esos seres terrestres, los que no conocían fronteras, ellos saben que, las cosas de la fas de la tierra son de todos, que las aguas son regalo de la naturaleza, que el aire no se dispone a propiedad, que el padre Sol y la madre Luna, dan la libertad para vivir en la tranquilidad y felicidad del monte, con todos los seres vivientes que moran en los árboles, los ríos y lagunas, cobijados en los matorrales, ese paraíso que la Deidad Suprema obsequió para todos, sin leyes que restrinjan su andar y vivir, sin fronteras ni linderos, esa Tierra Rica por la que hoy el Hombre Nuevo, reprime, mata y distorsiona el equilibrio natural de las leyes de la Naturaleza.

Transcurrieron los años, quizá cuatro o cinco, el ascendido teniente fue trasladado de destino y dejó a Juan, a cuidado de la familia propietaria de la hacienda El Dorado, tomo el apellido del teniente y se llamó Juan Yáñez Sirionó, siendo adoptado como hijo por el Teniente y Jefe del Destacamento, inscrito en la escuela local, fue un alumno destacado y ordenado, le gustaba la música y la lectura, había cumplido quince años seguramente, y se convirtió en un esbelto muchacho deportista y de contextura atlética.
Un buen día se recibió una carta anunciando la llegada de su padre adoptivo, quien tenía la intención de llevarse consigo a Juan a su destino actual, posiblemente la ciudad de Sucre, donde debería estudiar y forjarse con la sabiduría de las ciencias. Llegó el día del arribo del avión del L.A.B., que traía a borde al ascendido capitán, en el aeropuerto estaba solo en su espera Don Celín Dorado Jiménez, el hijo del dueño de El Dorado, don Segismundo había fallecido años atrás; el oficial llegó hasta el hogar, con la ilusión de encontrar al hijo adoptivo, le contaron que, Juan el día anterior, había salido habitualmente de la casa muy temprano para asistir al colegio, pasaron las horas, Juan no regresó, todo el pueblo se anotició de esa desaparición y fueron en su busca, alguien a la orilla del arroyo que pasa por el pueblo, encontró sobre un promontorio de tierra, las ropas bien envueltas como si hubiese tomado un baño, sobre ellas había dos cartas cerradas, una dirigida al hermano Celín, donde le agradecía por su acogida y cariño, la otra dirigida al padre adoptivo, en la que le decía:
San Ignacio de Velasco, hoy día, del año del Señor.
Mi extrañado padre:
Se de tu venida en mi busca, para trasladarme a otras ciudades, gracias porque siempre me quisiste y me enseñaste en tus cartas cosas nuevas y que no hubiera sabido y conocido en el monte, te agradezco por la platita que me enviabas mensualmente y que abuelo Segismundo, me entregaba.
Llegue sin nada a San Ignacio, me voy sin nada, no me voy por “no verte”, me voy porque no quiero sufrir como mis padres, cuando me encontraste, su recuerdo me golpea el alma y todavía los sueño cada noche, así como tu ausencia fue triste para mí, al sentirme solo. Me voy porque quiero hacer de los míos, otras personas, con lo que yo les hable, podrán integrarse a la civilización y vivir mejor que en el monte, no quiero que los maten ni que ellos maten, me voy solo en su búsqueda, sé que los encontraré, se vivir en el monte como ellos viven y sé también, que me acogerán como parte de ellos, porque soy de ellos. Cada vez que íbamos a El Dorado, visitaba la tumba de mi madre y mi hermano, ellos me pedían que vuelva con ellos y que no los deje, nunca pude ubicar el lugar de descanso de mi Tata Chopi, solo tengo de él el recuerdo presente de su muerte, su herencia son el arco y flecha que abuelo Segismundo las conservaba para mí. Por estas cosas es que me voy, con mi gente, gracias a vos papá por ser bueno conmigo, aunque te tengo lejos, me llevo tu foto, quizá algún día te pueda reconocer cuando vuelva del monte con ellos, gracias a todos, a mis abuelos Segis y Tinga, a mis hermanos Celín, Teresita y Cuchuqui, que tengan siempre una vida buena y cuando pueda venir con mi gente, si ellos quieren, trátenlos como sus parientes, como me trataron a mí.
Recuerdos a tío Cury, a Cabo Tawa, a los carabineros Mole, Yapovenda, Pérez y Vaca, si todavía siguen a tus órdenes.
Se despide tu hijo.
Juan
Después de leer la misiva, el rudo policía pidió ser llevado a la Estancia El Dorado, de sus castaños ojos brotaron unas lágrimas de tristeza y recuerdo, visitó un bien cuidado sepulcro, de materiales bajo un tajibo septembrino, como lápida una tabla labrada por Juan, que solo inscribía “Madre e hijo”, no existía cruz alguna, por esas almas no redimidas por la gracia de Dios, adornaban alrededor unas manchitas de la flor “once horas”, y sobre la planchada un manojo de Lirios, quizá dejadas horas atrás, por alguien que pasó rumbo al infinito del monte, el ahora Capitán oró al pie de la tumba, saludó militarmente con respeto en señal de despedida, volcó su mirada a la selva y gritó al viento: “Adiós mi hijo Juan…”
Así fue que el Teniente, ahora Coronel, regresó a sus andares y destinos de su vida profesional “contra el mal por el bien de todos” y con el recuerdo grabado en el corazón, la nostalgia de Juan el hijo adoptivo que, la naturaleza en el destino le regaló sentimentalmente en los trajines de su profesión.
De Juan no se supo nada más en esta vida, ¿encontró a los suyos?, ¿murió en los bosques en esa búsqueda?, ¿retornó a la civilización?, o ¿está mezclado entre los ciudadanos de estos valles de la Gran Chiquitanía o el inmenso Paititi?, solo el recuerdo de esos tiempos en los que se costuraron la vida nómada de los indígenas con los de la civilización, cuando flecha con arco, en manos de selvícolas y fusil Máuser en manos civilizadas, firmaron una Paz por el bien de los habitantes de estas pampas, montes y curichis, por ello, es la vida de Juan, el sello de una realidad vivida, hace muchos años atrás.
Por el tema:
El hermano espiritual de Juan.
Nota: Las gráficas corresponden al libro MITOLOGÍA SIRIONÓ.