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Día Mundial del Alzheimer (cuando la desventura visita el hogar)

Este pasado 21 del mes se celebró el Día de la Primavera, que no deja de ser una inyección motivadora para la última parte del año en quienes identifican el cambio de estación, después de un crudo invierno, con el sol y las flores. Pero también recordamos el día del estudiante, del médico, de la juventud, entre otras conmemoraciones más…, todas gratas en cuanto y en medidas diferentes se homenajea a cada sector donde corresponda.

También se conmemora el Día Mundial del Alzhéimer, por lo que recordé con amargura su llegada —en general cada vez más frecuente de esta patología a los hogares— a mi propia familia en el pasado mediato, causándome un sacudón que me llegó hasta lo más íntimo de mi ser. Es que, en las últimas décadas, la proliferación de esta enfermedad parece inexorable, y no tengo dudas de que ha de deberse al envejecimiento de la humanidad. De hecho, el alzhéimer se manifiesta exclusivamente en los que han llegado a determinada edad.

Y ante la cruda experiencia que sufrí en carne propia, lo que desde mi óptica es un visitante desavenido que no se va, en los primeros minutos de ese día traté de explicarme por qué  cada tres segundos una persona es diagnosticada con este mal en alguna parte del planeta, por lo que ya es el cuarto mayor problema de salud en el mundo (eso es escalofriante) pensando en que enfermedades tan recurrentes como el cáncer, la diabetes, los problemas renales, la depresión, la hipertensión o el colesterol alto marchan prácticamente a la par con esta gravísima enfermedad que, a diferencia de las otras, sume al paciente en una abrupta obscuridad por el resto de sus días… obscuridad que es compartida por la familia y que no tiene posibilidad de cura. Así actúa la enfermedad del alzhéimer, como un ladrón de la memoria, privando progresivamente al viejo de todas las capacidades mentales.

Este pasado 21 de septiembre, mientras en la calle, en las escuelas y en algunos círculos se celebraba la llegada de la primavera, de la que en alguna etapa de mi vida fui también partícipe, con nostalgia me puse a meditar en este enemigo que el siglo actual ha hecho huésped de la senectud; me puse a pensar en el dolor del alma que supone perder la capacidad de razonar, conocer, hablar y actuar hasta que el que padece la enfermedad termina por privarse de las capacidades más básicas. A los que lo rodean les invade la tristeza y la impotencia de muy poco poder hacer por quien tras una tarde muy breve —como se percibe el tiempo—llega a la lobreguez de la noche. Desafortunadamente, como en tantas otras enfermedades, la medicina aún no ha podido dar recetas por lo menos de prevención de este flagelo, y saber que esto que es un calvario que solo termina con la muerte también va minando la resistencia emocional de los que rodean al paciente.

Y a pesar de las recomendaciones profesionales, no es fácil no sentirse culpable cuando quienes están al cuidado de un enfermo pierden el control de la situación. Entonces uno cambia de hábitos, resigna un poco sus aspiraciones, abandona su propia vida. Y aunque parezca cruel o inhumano cierto desapego por la vida del enfermo, este último 21 me puse a pensar en si realmente es un favorecimiento del universo vivir demasiados años, más si el mundo está en una sostenida tendencia al incremento en la esperanza de vida; pero quién soy para replicar la voluntad soberana de Dios. Y no pretendo —ni podría— hacer un ensayo sobre las causas del alzhéimer porque no soy médico, pero la experiencia dolorosa de vivir con pacientes que sufren la enfermedad, o de actualmente saber que otros familiares un poco menos próximos la sobrellevan, hace que se estrague mi espíritu porque sé que ello supone que cada día están muriendo neuronas que no se reponen nunca más y que muchos años antes de la presentación de los síntomas —¡pobres de ellos!—, cuando aún eran “normales”, ya tenían dañado el cerebro.

Este reciente 21 de septiembre mi mente estuvo concentrada en el dolor que las fuerzas de la naturaleza nos imponen, quizá porque de alguna manera las expectativas de vida que tenemos aún en países tan subdesarrollados como el nuestro son algo mayores que en el pasado, y no sé si sea para celebrarlo, cuando la ciencia no es capaz de darnos una calidad de vida acorde al estiramiento de la vida misma. No sé… no estoy seguro de que sea un triunfo que se viva mucho, porque vivir mucho de alguna manera es dejar de vivir…

Hay una edad para todo, pero cuando nos olvidamos de algo (un dato, una fecha, un nombre), que clínicamente no tiene relevancia, psicológicamente muchos lo asociamos al principio de esta infame enfermedad. No importa que sea genética o no; si pasados los cincuenta años en algún momento se nos traba la lengua, se nos crispa hasta la médula porque puede ser el inicio no de la primavera, sino de un largo otoño.

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