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De las armas y el goce de ver pitos

La sociedad vive frustrada por el dineral que nos cuestan los políticos y por su inutilidad. La Asamblea Legislativa y muchos ministerios, por ejemplo, son como agencias de empleo para los amigos de la burocracia que hoy medra allí. Mucho menos, sin embargo, se habla del estamento castrense, tan dispendioso como el político, pero probablemente más inútil.

El inicio de mi antimilitarismo se remonta a junio de 2011. En aquel año tocaba a los muchachos de mi curso la prestación de lo que se llama servicio militar. Yo tenía 16 años y recuerdo que los militares ya me indigestaban: había leído algo de su historia y sabía que aquel “servicio” no me aportaría nada personalmente ni aportaría nada a la sociedad en la que vivo. Que más bien sería una pérdida de tiempo y dinero. Por eso, con el apoyo de mis papás, ya tenía decidido evadirlo. Ya luego ellos harían el esfuerzo económico para comprar la bendita libreta (que los militares llaman “Libreta de Redención”, o algo así…), por si algún día la necesitara para trabajar en la función pública o realizar alguno de los trámites de este país que ama la burocracia y las fotocopias. Sin embargo, mi padre, hombre previsor y a quien siempre le hice caso, me dijo que “por si acaso” me presentara a al alistamiento, el cual sería en el Estado Mayor, un lunes de aquel junio de 2011, a las siete de la mañana.

Era una mañana invernal de cielo diáfano. Cuando llegué, casi todos los varones de la promoción 2012 de mi colegio estaban allí, unos entusiasmados y otros a regañadientes, encogidos de hombros… Me puse en la fila y después de unos minutos salió un militar obeso para decirnos que ya podíamos pasar. Ingresamos todos en fila india en una sala grande, clara y gélida que más bien parecía un quirófano antiguo y gigante: el piso era de cerámica color turquesa y las paredes eran, según mi ya borroso recuerdo, de un verde pálido. Estuvimos la potencial tropa esperando allí por unos minutos, hasta que de una puerta salió un militar petizo y enclenque, muy diferente en todo caso al castrense gordo que nos había hecho ingresar, pero dotado de una voz ronca y estentórea.

Ingresó vociferando no recuerdo qué cosas, pero luego se paró frente a los adolescentes y nos dijo que nos quitáramos la camisa y los pantalones… Cuando ya estábamos semidesnudos, nos ordenó trotar en círculos durante unos 10 minutos y hacer flexiones en el piso, al cabo de las cuales nos ordenó hacer una fila larga, de cara a él. Entonces sucedió el parteaguas…

El militar nos ordenó desnudarnos; es decir, que nos quitáramos los calzoncillos para exhibir el miembro “en estado de flacidez”. La instrucción, además, era retraer el prepucio, operación que, entendiblemente, muchos jovencitos comenzaron a ejecutar con incomodidad y rubor. Entonces el militar empezó a mirar la pichula de cada colegial, caminando a paso lento, echando uno que otro carajo, riéndose de algunas que —según él— no habían sido favorecidas por la naturaleza y profiriendo vulgaridades frente a otras con las que natura había sido muy pródiga. Yo estaba aterrado y avergonzado… Aún tenía mi ropa interior bien puesta porque aquella revisión me parecía un sinsentido, un absurdo, una ignominia. En esos segundos, me preguntaba a mí mismo: “Si esta es una revisión médica o tiene fines médicos, ¿por qué no la realiza un médico? ¿Y, además, por qué no la realiza en condiciones de mayor dignidad (o de menor indignidad)? Y, sobre todo: ¿qué tiene que ver esta inspección genital con la técnica de disparar fusiles y colocarles las bayonetas?”. Pronto me di cuenta de que se hacía todo eso solo para ridiculizar a los jóvenes.

Todos los que me conocen bien saben que de niño y adolescente fui tímido hasta el exceso. No obstante, en aquella ocasión saqué fuerzas para decirle al milico que no me bajaría los calzones. Y efectivamente no lo hice. Entonces se paró frente a mí, me miró a los ojos y me comenzó a espetar frases soeces que ya olvidé por el paso del tiempo, pero al final me dijo que, si no descubría mis partes íntimas, entonces tenía que ser un maricón declarado. No me importó un ardite y me marché a casa.

Desde aquella vez, nunca más tuve que tratar con un militar. Luego mis padres hicieron el esfuerzo financiero para comprarme la maldita libreta, ese trozo colorinche de cartulina que dice que rendí servicios a la patria y ese tipo de hipocresías nacionalistas sin sentido… ¡Y la libreta me sirvió!, pues algunos años después la tuve que presentar para mis candidaturas a diputado, en las elecciones de 2019 y 2020, elecciones en las que perdí.

Ahora bien, así como detesto al estamento castrense, detesto también las generalizaciones y simplificaciones. Entonces debo decir que estoy consciente de que en aquel estamento debe haber también individuos virtuosos o meritorios, pero temo que son exiguos. Los más parecen ser ignorantes y violentos, y sirven bien para aligerar el erario público.

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