Claudio Ferrufino-Coqueugniot
A eso de las dos de la mañana me puse a ver un filme: The Sign Painter, decía la traducción al inglés pero en español lo llamaron El pintor de sueños (Viestur Kairish, Letonia, 2020), puedo entender por qué.
Recuerdo las páginas de Diez años que estremecieron al mundo, de John Reed. En ellas hay muchísimas referencias a destacamentos letones que tuvieron importancia durante los días de octubre del 17. Era parte del imperio ruso, entonces. Esta película abarca un período de 1930 hasta la liberación en 1944. Casi pongo la palabra entre comillas, no por disminuir lo brutal y trágico de la ocupación alemana sino porque la ruso-soviética fue igual.
No entraré en detalles de la cinta. De ella puedo decir que hay una brisa triste, porque todo pasa en apariencia sin demasiado estruendo, melancolía del tiempo ido, memorias, seres queridos también del tiempo presente, de la inseguridad acerca de lo que vendrá o puede venir, o de lo que nunca ha de suceder aparte del continuo dolor. Los cuadros de este joven pintor, cuyo oficio era pintar carteles, son eso, retratos expresionistas, plagados de tristeza y de deformidades adrede que desmitifican la alegría de vivir. Alguien, contemplando el retrato de su novia, comenta que tiene muy lindas piernas, es bella pero que sus tetas parecen de cabra. Detalle que rompe la ilusión del instante, no vivimos en el paraíso sino en el infierno y lo que abunda allí es pena y grotesco.
Cartel tras cartel, tinte tras tinte. Cada grupo humano, político, que se entroniza en el gobierno del pueblo cambia nombres de calles, transforma figuras y decora el entorno como prueba de identidad con un determinado color. Pasan nacionalistas letones, ocupación soviética cuando entre nazis se dividen Polonia y los países bálticos. Ocupación alemana, con el llamado de fraternidad racial de los germanos a los letones. Retorno de los soviéticos en la “guerra patria”. Supongo que el director nos deja imaginar el resto, donde a pesar de la fanfarria comunista no ha de borrarse aquel halo gris que se ha adueñado del aire ha ya mucho.
Serían las cuatro cuando terminó. Abrí las cortinas para mirar al impertérrito Tunari. Concierto de perros: es Cochabamba; algún borracho rebotando en desniveles de las esquinas con su automóvil. Luego silencio, vaho de Letonia, la carta que me escribe anoche Irina que cuando termine la guerra dejará de ser una “criatura”, un animal, para retomar su rol de persona. Cuando los obuses callen.
Leo un poco de noticias sobre la farra eterna de los populistas, proclamas, soflamas que los indígenas aquí, los obreros allá, mineros y campesinos. Los apago de mi vida con un interruptor, en todo lado lo mismo, esperpentos, hediondos espantajos. Pesadumbre, por supuesto, de los que contemplan la vida ajenos a cómo “esos” manipulan la suya, deciden su presente, mienten el porvenir. No hay fuego tan grande en el mundo como para incendiarlos, no suficiente napalm para hacerlos polvo, no Sodoma ni Gomorra siendo que Dios ha muerto y nos hallamos al arbitrio de maleantes. Secanos alrededor, dispuestos al azar. Después de la guerra mundial los noruegos fusilaron a Quisling, los búlgaros a alguien similar, los húngaros a un cura traidor, los franceses a Laval pero nunca hay cuerda suficiente para colgarlos en montón, aunque no desmiento el gusto, café en mano, en ver ahorcar a Saddam Hussein. No sucedió con Kissinger, que también lo merecía.
Mucho cine por las noches, retornando a la magnífica década entre 1996 y 2006 cuando era mandatorio ver un filme por día. Drama e historia; la comedia no se me da. Diez años de imágenes, narrativa, sucesos históricos, elucubraciones. Dušan Makavejev, Barry Lyndon, Margarethe von Trotta en Rosa Luxemburg, Jerzy Hoffman y Wojciech Jerzy Has. Arturo Ripstein: Rulfo y los palenques.
Mientras viajábamos por Puebla y Cholula; por La Habana y San Francisco. Sangre baja por las escalinatas de la gran pirámide; puerco asado con arroz congris en un atolladero de barcos podridos en Cuba. Canta Celina González: “qué linda está la mañana en esta verde pradera…”. Tras la huella de Lawrence Ferlinghetti, North Beach, Kerouac, el Café Vesuvio donde tenemos una foto de los dos con nuestros rostros superpuestos por misterios de la luz. Era el 2008, seguro. Te había enviado dos docenas de rosas rojas que te entregó mi madre hacía poco. Los aviones sollozaban, los coreanos vendían desayunos. Tu cuerpo sin ropas igual a un modesto cuadro de fin de siglo. Pasillos de hotel largos y silentes. Otra vez Letonia, inmensa aflicción, nieve que en apariencia cubre el mal, interminables bosques. Pronto un avión mío aterrizará en Denver otra vez. Pensé que no volvería pero quiero sentarme en un restaurante redneck con mis hijas y pedir Corned Beef Hash, que se me terminaron las latas que me trajeron.
No cierro la cortina, sé que por ahí aguarda Riga, preciosa ciudad si puedo soplar fuera de ella su melancolía. He hablado de sangres, de autos de fe con cabrones apilados; recuerdo la sombría estatua de Giordano Bruno en la noche del amanecer en Roma y me doy cuenta que si no siento frío es porque llevo calcetines puestos. Que glorificar la muerte de los otros de poco sirve sino de dulce aperitivo. Al fin o a la larga apoyarás tu espalda en la silla, abrirás un delgado libro de un escritor alteño, descenderás el calor del té con agua fría y poco habrá cambiado. O nada. O mal sueño es que imagina que despierto a las dos y ya no duermo.
Ni siquiera oigo el paso militar de una columna de hormigas oscuras. No resbalan en el jabón e investigan las teclas del ordenador. De cuando en cuando aplasto una, cuando se ha subido al dorso de la mano y anuncia un extraño objeto. De niño me las comía, ácidas. Me las prohibió el doctor.
Hallarse en la noche con el relato del fin del mundo, naciones enteras que han sobrevivido en medio de él, siempre desgarradas, penando, sin posibilidad de futuro, con la seguridad del fin atroz. Ni para decirle a Oriana Fallaci: “deséame una buena muerte”, en voz de un combatiente vietcong.
Decía: hallarse en la noche solo, apenas ladridos de canes en celo o hambrientos. Elecciones que uno hace. Efímeras alegrías de los que han de morir: sueña un personaje femenino de la película y ve a los hasidim bailando alegremente klezmer por las calles. Sombreros y trajes negros, ellos que son tan circunspectos en la oración y tan desmedidos en el baile.
Por el interlocutor converso con el conserje, ha pasado el día en su asiento observando rostros dignos de Ensor. Cada cual un drama. Unos huelen a comino, otros a ajo. Hay tantos pisos en este edificio que los aromas del brebaje italiano se diluyen. No hay niebla y es como una niebla. Se ve alrededor pero si no existe nada no hay alrededor. Absurdo. Aires de tristeza corren hasta aquí desde la hermosa Letonia. Lagos que parecen de cristal, cabellos rubios de amanecer con rocío. No quiero ya ser animal, necesito ser mujer. El estruendo de los obuses acalla tu voz, un Iskander destruye una casa, ha matado a un perro e iluminado el cielo.