Maurizio Bagatin
Soñaba con ir a París. ¿A los diecisiete años quien no sueña, en su poca seriedad y con las lecturas de Rimbaud? Todo pasa, mientras había que servir a la llamada patria, y ahogar los sueños.
Hay un cuadro que me llevaré conmigo, siempre sus colores exóticos vistos en ilustraciones económicas de los años setenta. Es la rebeldía de Gauguin, su Arearea, abandonar la vieja Europa y escapar -no el vagabundeo del poeta de Charleville- irse dejando una esposa y muchos hijos, reconocer cuando a ganar es el gen -la abuela rebelde con causa- y mirar con sus ojos, y con los de su amado amigo Van Gogh, el sol que reciben allá lejos, cuando Europa ya está durmiendo.
París no era un festín, esto ya lo han escrito. Y de eso se trataba, encontrar unas fiestas y fumar, embriagarse, mirar desde el ultimo piso el cementerio de Montparnasse, Baudelaire paseando y Jeanne Duval que lo espera y lo inspira, extraña musa para el maldito flâneur. Nunca volvíamos a la buhardilla, las noches no hacían que alargarse hasta amaneceres que reencontré en otro maldito, Leo Carax. Un día, a plena luz, vi caminar por Porte de Clignancourt a Isabelle Adjani, en la parada de un bus, cerca de Marne-la-Vallée el fantasma de Juliette Binoche: eran ellas, mi exótico viajar en los cuadros de Paul Gauguin.
Arearea está ahí, en un museo que fue estación -lugar de ida y de vuelta- pasatiempo es su significado, un entretenimiento alegre y gozoso, leo en su traducción. Hoy que se fue Trintignant, Francia pierde un pedazo de su estatus, mirando a Gassman desde un espejo retrovisor de un auto en fuga, el amor que la vejez deja como recuerdo por el haber vivido.
Europa era ya vieja entonces, cuando Rimbaud miraba Zanzíbar y Gauguin a Tahití, y hoy que no encuentra salida a sus espejismos y alucinados sueños, leyendo sus poesías, mirando sus obras de arte, quedamos pálidos retratos de un sol que ya fue.
Imagen: Gauguin-Caballo en el camino 1899