El 2 de agosto, un nefasto personaje armado de un combo, vestido con poncho, lluchu y una pluma sobre la cabeza, destruyó la nariz de la estatua de Cristóbal Colón y le pintó el rostro de negro. Ante la protesta de la gente que pasaba, él y sus cómplices fueron apresados por unos minutos, pero ni siquiera llegaron a dependencias policiales. La reparación de la estatua costará 28 mil dólares. En un civilizado país ese dinero saldría del bolsillo de los depredadores, pero en Bolivia los destructores son héroes fugaces.
Ni al navegante genovés ni al escultor Giuseppe Graciosa les hace cosquillas la nariz rota porque ya están muertos. El daño es a la sociedad, ya que el acto vandálico es reivindicado en nombre de la lucha anticolonial en un país donde según el censo de 2012, la gran mayoría de los habitantes no se reconoce como indígena. Esa verdad puede doler a algunos, pero no deja de ser la verdad.
Lo más probable es que el indígena disfrazado no se pasea todos los días con esa pinta ni con el combo en la mano, pero apuesto que usa la lengua del colonizador para expresarse y lleva en el bolsillo un teléfono celular inteligente de origen chino. Tuvo 15 minutos de gloria sintiéndose el líder de una revuelta histórica, y al día siguiente regresó a la mediocridad de su vida cotidiana, a lidiar con sus frustraciones no resueltas, recibiendo unas palmaditas en la espalda de sus amigos que no quieren enemistarse con un tipo tan violento.
Los intentos de transformar el pasado a combazos nunca han tenido otro resultado que la destrucción y la violencia estéril. Son actos que no llevan a nada, de los que no germina nada, ni siquiera una conciencia del colonialismo.
Los talibanes de Afganistán devastaron obras milenarias y saquearon museos que nunca más podrán reponerse. Destruyendo obras de arte solo se consigue escamotear una parte del pasado y por lo tanto del futuro.
Asia está llena de monumentos maravillosos que fueron el legado de antiguas civilizaciones invasoras. Los templos de Indonesia, Tailandia o Camboya, fueron producto de largos periodos coloniales y de imposiciones religiosas milenarias. En India conviven, no siempre en paz, los musulmanes, hinduistas, budistas, jainistas y sijistas cuyas vidas se definen por prácticas religiosas provenientes de antiguas invasiones. En la región de Goa vi templos cristianos que son el legado de imposiciones coloniales más recientes, pero no son objeto de destrucción.
En Turquía visité ejemplos arquitectónicos maravillosos que muestran la superposición colonial, y que hoy se conservan como obras de arte y testigos de la historia. Estambul no sería una ciudad tan hermosa sin esa mezcla cultural.
Los árabes dominaron durante siete siglos la mayor parte de la península ibérica y dejaron edificaciones maravillosas como la Alhambra de Granada o la mezquita de Córdoba, además de centenares de palabras que comienzan con “a” y que se usan todos los días en las lenguas de España. ¿Hay que destruir esos monumentos y eliminar esas palabras?
El imperio incaico extendió militarmente su poderío sobre otras naciones indígenas en el territorio actual que cubre Ecuador y Bolivia. Los incas dominaron por la fuerza y trataron de destruir las formas de organización de otras naciones originarias, hasta imponer su lengua, el quechua (runa simi). ¿Qué hacer contra esa forma de imperialismo autóctono?
Los conquistadores españoles desfiguraron las representaciones de los dioses autóctonos y construyeron iglesias sobre templos nativos. Cusco y Cholula son ejemplos emblemáticos de la imposición colonial sobre santuarios y pirámides de civilizaciones anteriores. ¿Deberían ser destruidas esas iglesias?
La mayor imposición de los procesos coloniales es el idioma, siempre lo ha sido. Si fueran consecuentes, los que dicen luchar contra la herencia colonial, deberían empezar por dejar de hablar el castellano (y también el quechua impuesto por el imperialismo de los incas).
Queda claro que los actos de vandalismo no son sino una expresión de la incapacidad creativa de quienes los cometen. Frente al colonialismo cultural el arte debería ser la respuesta, no la violencia estéril.
Alfonso Gumucio es escritor y cineasta