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Una tarjeta postal desde Huánuco

Maurizio Bagatin

Fue después de conocer a Agapito Robles, caminaba por la plaza de Huánuco, bajo un sol trepidante de una mañana de noviembre. Todos Santos ya había pasado, la siembra ya estaba hecha y los propietarios de las tierras miraban a las nubes comprimidas en el cielo, los trabajadores de las tierras miraban sus manos vacías y callosas de siempre.

La historia es como la poesía, basta seguirle los pasos, una vez te puedes tropezar por su dureza, en la otra te puedes deslizar por su ternura. En ambas podrás contemplar que “¡Lo único que no cambia de curso son nuestras penas!”. Así fue después de haber conocido Agapito Robles.

La chica que ahí conocí era alemana, su nombre pudo ser Herta o también Agatha, su historia inició en la Berlín de los años setenta. Adenauer ya había esbozado el futuro de Alemania y el trayecto de Europa. Ella fue secuestrada durante varios meses por los narcos de Tingo María a principio de los años noventa del siglo pasado. Cuando empezó a contarme todos los periplos que tuvo que soportar no me dio la impresión que me estuviera contando toda la verdad. La memoria, como nos recuerda Borges, modifica el pasado. De eso se trataba de recordar para modificar el curso de su historia. Nos pasa a todos, aumentamos detalles, ampliamos horizontes, cambiamos fechas, nombres y destinos. El realismo mágico es todo esto y mucho más. Desde Huánuco su vida nunca más será la misma. Tingo María es una puerta no solamente a la Amazonia peruana, mientras yo me sigo preguntando quien, y porque habrá bautizado a la coca boliviana, a la variedad principal y más difundida, huánuco, que también es la más preciada: tiene hojas gruesas y consistentes, verde oscuro con puntas amarillentas. Herta o tal vez Agatha me inició a contar una historia bien enredada de como en los años del boom de la cocaína en Perú, entre Sendero Luminoso y la podrida política de siempre, iniciaba a circular este y otros nombres entre los narcos: la huánuco es la mejor y la truxillo le sigue. Me contaba que los colombianos hasta intentaros modificarla genéticamente con el fin de volverla tolerante al glifosato que los norteamericanos de la DEA iniciaron aplicar a todo el territorio de los cocales.

Me acerco a la oficina del correo. “En eso, don Celestino Matos, jefe de la oficina de correo enloqueció”. Salgo a correr después de haber enviado a mi madre una tarjeta postal desde Huánuco, la tarjeta no es con representada la papa que aquí en esta región conserva más de 350 variedades, multiformes, multicolores, de varia textura y sabores, o más aun la papa amarilla que aquí es el orgullo agrícola de toda su población. Escojo una tarjeta con el maíz, me representa, y la envío.

Herta o Agatha, la alemana me habla de la guerra fratricida entre Huáscar y Atahualpa, después del fallecimiento de Huayna Cápac. No fue la única y “se trataba de circunstancias que se repetían al final de cada gobierno; eran costumbres sucesorias y a la lucha por el poder que estallaba con mayor o menor intensidad a la muerte del Inca”. Lo había leído en un texto de María Rostworowski. Son todos eventos que me recordaban las lecturas de John Murra y de Alfred Metraux.

De aquella tarjeta postal, me acuerdo como si fuera ayer, serán las historias que los indios me narraban después de haber tomado litros de licor de algarrobo o cuando, ingerida una buena cantidad de ayahuasca, iniciaban a delirar y abriendo su libro de memorias iniciaban siempre así: “Lo importante es no impacientarse y dejar que lo que tiene que ocurrir, ocurra…”. El indio Rosendo Maqui se levantó, o tal vez nunca estuvo ahí, y Ernesto ya no era un niño cualquiera, nadie ya cruzaba el Apurimak sin mirarse atrás, sin decirle a quien los hubiera seguido que todo estaba ahí, ahí justo detrás de aquel cerro.

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