Durante las mañanas, mientras trabajo, pongo la radio para informarme sobre los sucesos que marcan nuestra tragicómica vida política y social; porque es la radio (y el periódico, pero solo los fines de semana) el medio que utilizo para quedar al tanto de la situación diaria —usualmente poco prometedora— de nuestra curiosa sociedad. Solamente escucho a María Galindo y Sayuri Loza, porque en general los locutores radiofónicos y presentadores televisivos se manejan con un guion más o menos similar, en el cual el locutor o presentador interroga y el entrevistado responde cualquier necedad que quiere y durante el tiempo que desea. No existe un periodismo inquisitivo, indagador, ni, mucho menos, crítico. La televisión llega al extremo de desmoralizar a sus consumidores, quienes ven en las pantallas solamente sangre, videos de TikTok, programas vespertinos estúpidos o recetas de cocina, mientras a su alrededor se agita un país pobre, sin perspectivas de desarrollo e inundado de burócratas.
Y son estos últimos los que deberían ser el objeto de atención de todos los medios de comunicación y analistas políticos serios y que quieran contribuir con algo a su país, pues ellos están royendo el erario público y la democracia que todavía nos queda… Más incluso que los más escandalosos casos de corrupción o la farándula de poca monta (como el insulto de Gustavo Torrico a Eva Copa) sobre los cuales día a día están puestas tan diligentemente las cámaras y los micrófonos. Durante el corto tiempo que trabajé como funcionario en la Cámara de Diputados, entre fines de 2020 y principios de 2021, comprobé ocularmente lo que Galindo evidencia casi todos los días: oficinas públicas desiertas, tinterillos tableteando en sus computadoras cartas y formularios para simular que trabajan, engrapadores y fotocopiadores llevando papel por montones de un lugar a otro y mensajeros esperando la orden del jefe para llevar un pliego a alguna oficina pública a pocos pasos de la suya. Todos ellos perciben salarios fijos nada despreciables, tienen seguro social, aportan mes a mes en el fondo de pensiones para asegurar unos dichosos y holgados años de decrepitud física y algunos hasta tienen chofer. Yo estuve ahí. Yo mismo (“mi persona”, como diría cualquier boliviano promedio)… Observando crítica y amargadamente la situación que se desenvolvía en nada menos que la institución que elabora —o debería elaborar— las leyes del país.
Afuera, mientras tanto, la realidad es azas diferente. Quienes no son del partido de gobierno tienen que buscar trabajo en concursos de méritos, con la posibilidad de que, si tienen la fortuna de ganarlo, cesen sus contratos a los pocos meses, porque en el área laboral privada boliviana no hay estabilidad.
Vuelvo a la televisión y la radio. O a la prensa en general.
La prensa es, como dijo Arguedas, el termómetro con el que se mide el nivel cultural de una sociedad. Haría mucho bien si dejara de pervertir a sus consumidores con contenidos sin trascendencia y que, peor aún, pasan por alto la situación dramática que vive el país debida, entre otras cosas, a su agigantada burocracia, una que nos cuesta varias decenas de millones de dólares anualmente a todos.
Estoy seguro de que los cambios que nuestra sociedad necesita pueden hacerse desde fuera de la política: el activismo serio, la prensa responsable, el arte inspirador, la sana cultura, la libre empresa… Es más, estoy seguro de que son estos sectores los que están haciendo caminar a Bolivia lo poco que está caminando en el último tiempo. Escritores, profesores, periodistas, artesanos, comerciantes, empresarios, están moviendo la maquinaria del Estado y no los juececillos, diputados, ministros o embajadores que ganan mucho más dinero que aquéllos.
La prensa podría aportar muy positivamente mostrando y evidenciando lo que sucede en el monstruosamente grande aparato público (actualmente en franco crecimiento). Amplificando la indignación de los que no encuentran justicia, reporteando lo que sucede más allá de la Plaza Murillo y desoyendo la voz de quienes profieren majaderías y, sobre todo, la de quien fugó del país en 2019 haciendo caso omiso a aquella frase que, cuando estaba todavía sentado en su trono y viajaba en helicóptero hasta para jugar fútbol, gritaba a los cuatro vientos y con mucha fuerza: ¡Patria o muerte!
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario