La Corte Internacional de Justicia (CIJ), más conocida como el tribunal de La Haya, es de lejos la institución de Naciones Unidas más prestigiosa, útil y efectiva. Sus 15 jueces, cada uno con un mandato de nueve años, son las únicas autoridades mundiales que para ejercer sus altas funciones necesitan del consenso tanto de la Asamblea General como del Consejo de Seguridad. Sólo la votación favorable y simultánea en ambos cuerpos deliberantes te abre las puertas a este máximo estrado especializado en dirimir controversias entre países.
Desde 1947 hasta hoy, la CIJ ha resuelto 307 asuntos. Al principio, la mayoría de ellos surgieron en el norte próspero e industrializado. Se consignan 146 casos por esas latitudes. Quizás por eso, los idiomas oficiales del organismo sean sólo el inglés y el francés. Sin embargo, poco a poco, La Haya ha ido recibiendo más pleitos desde los países en vías de desarrollo. América Latina ocupa el segundo lugar entre las regiones litigantes del mundo con 58 requerimientos, sólo tres juicios más que África. La enseñanza es una y muy clara: la guerra es una herramienta cada vez más desechable a la hora de resolver conflictos entre los Estados.
También desde que América Latina se sometió a la autoridad de La Haya, a través del Pacto de Bogotá, firmado en 1948, las guerras han sido pocas excepciones en nuestro suelo. Desde entonces sólo en dos ocasiones nos hemos enfrentado con las armas en uniformada beligerancia: en 1969 con la guerra de cien horas entre Honduras y El Salvador y en 1995, con dos meses de bombas entre Ecuador y Perú por un pedazo de la Cordillera. “Recurrir en todo momento a procedimientos pacíficos”, dijeron nuestros representantes hace más de 70 años y he aquí que hemos cumplido.
Aunque carezco por completo de la prueba, guardo la sensación de que la brutal autoconfianza que exhibieron las autoridades bolivianas cuando, entre 2013 y 2018, enjuiciaron a Chile en busca de un acceso soberano al mar, vino en gran medida por su cercanía ideológica con la élite jurídica nicaragüense.
Sucede que Nicaragua es con ventaja el país latinoamericano que más ha usado los servicios de la Corte. Fueron 15 visitas, muchas de ellas, con resonante éxito. Sólo para comparar magnitudes, el segundo lugar lo ocupa Colombia, con siete casos, es decir, menos de la mitad.
La diplomacia nicaragüense es David en La Haya, una auténtica mata-gigantes. Su faena comenzó en 1986, cuando el gobierno sandinista de entonces, el que liberó al país de Somoza, logró una sentencia a su favor nada menos que en contra de la administración Reagan. En ese momento, vencer jurídicamente a los Estados Unidos, país anfitrión de la Naciones Unidas y uno de los cinco con derecho a veto en el Consejo de Seguridad, se constituía en una hazaña.
A partir de ese fallo, los norteamericanos se han sustraído de cuanta entidad supranacional se tope en su camino, desconociendo sentencias y declarándose una nación pendenciera. Aunque aquel fallo no se ejecutó por la renuencia de la Casa Blanca y luego fue desestimado por la misma Nicaragua, una vez que los sandinistas dejaron el poder, ha quedado como una prueba de que el sistema multilateral puede ser la vara que mida a todos por igual.
Gran parte del éxito jurídico de Nicaragua en la CIJ lleva el rótulo de un hombre bueno: Carlos Argüello Gómez, embajador de su país en Holanda desde 1983. Dicen quienes lo frecuentan que en estos 36 años ya tiene un asiento fijo en la biblioteca de la Corte, desde donde ha preparado los casos que le han dado un sitial de permanencia a perpetuidad en el lugar. A Argüello no lo movió nadie y todos los partidos políticos de su país saben que su efectividad lo hace temible.
A lo largo de casi cuatro décadas, Nicaragua ha ido consolidando todos los espacios posibles de avance territorial a su alcance. Para ello ha lanzado cañonazos de letales expedientes. Además del triunfo moral frente a Estados Unidos, su mayor victoria ha sido la que coronó con Colombia, a fines de 2012, país del que recuperó 75.000 kilómetros de mar en el Caribe. Sólo para marcar el contraste ilustrativo, Perú obtuvo de Chile en un litigio similar sólo 22.000.
En consecuencia, el Gobierno de Bolivia se contagió el optimismo nicaragüense y lo arriesgó todo en La Haya. Claro, no bastaba con reclutar a Remiro Brotons, el jurista español que fichó para ambos países. Al parecer nos hacía falta un Argüello; es decir, 36 años de inversión en un batallón profesional solvente.
Rafael Archondo es periodista