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Tiempo

Pablo Mendieta Paz / Inmediaciones

Me doy cuenta de que en 1965, por ejemplo, tener 70 años significaba ser viejo, cuando ahora la gente, a esa edad, en gran medida, representa mucho menos. Las estadísticas lo dicen y estoy absolutamente de acuerdo con eso.

Todos, en veloz carrera del siglo XXI, ciertamente que vivimos más por los avances de la medicina y la calidad de vida, al extremo de haberse comprobado que la expectativa media de existencia para un hombre o una mujer ha pasado de los 60 a casi 80 años. Basta ver a esos artistas de la juventud eterna que ya han cumplido o cuentan más de 70: Bob Dylan (Forever Young), Paul McCartney (When I´m Sixty-Four) o Mick Jagger (What a drag it is getting old). Sobre este último, siento que los más de 50 años que han transcurrido desde que se escuchó su éxito 19th Nervous Breakdown han pasado como un rayo fugaz, como un latigazo.

Sé, o presumo, para no pecar de sabiondo, que esto ocurre porque a más edad el tiempo transcurre con vértigo mayor. Pero, a no mucho andar, y bien abiertos los oídos a los últimos gritos de la ciencia, toda idea se desmorona pues se ha descubierto que todos, y sin que importe la edad, percibimos los intervalos de la misma manera. Según las investigaciones, parece ser que una inmensa parte de la gente mayor siente, más que los jóvenes, que el tiempo avanza más aceleradamente.

Un eminente científico ha asegurado que esto se debe a que los mayores tienden a entender el pasado mirando “a través del telescopio del tiempo perdido”, mientras que los más jóvenes están más empeñados en descubrir el mundo y cuál es su lugar en él. Sus actos de aprendizaje y concentración parecen detener el tiempo.

Pero vuelvo a lo anterior. Precisamente por esa expectativa media de vida que se ha ensanchado considerablemente, tanto más crece en alguien de sesenta años, o años más, o aun más, la idea de que la hora suprema toque su puerta no a una edad corriente, normal, prudente o biológicamente aceptable, sino transponiendo el medio siglo veintiuno, como a los cien años, cuando ya los sentidos se apagan y la vida es una inútil carga más pesada que la muerte, ese eterno delirio que a veces, en mis cavilaciones, pienso que no es tan inútil. Y claro, pensando en eso, me desvío del tema científico y me pongo a filosofar en algo que fatalmente me ha abrumado siempre: que tiene, que debe haber algo en otro lugar, pues de lo contrario cabe preguntarse para qué entonces hemos llegado a este mundo, si se supone que aquí no culmina nada, que todo queda pendiente, hasta los mínimos detalles.

Y siendo así la obra, reflexiono, esta se completa en el más allá, por más que mi amiga Renate, insistente en sus principios filosóficos sentencie, con supremo aire intelectual, que todo acaba con la muerte, que no hay nada más: La vida es como La gota de agua, de Chopin -dice. Se la vive, pero se va diluyendo hasta que acaba pronto, lenta, suavemente, hasta desaparecer para siempre. Como rubrica David Bowie en su álbum The Next Day: “Aquí estoy, no del todo muerto. Mi cuerpo se pudre en un árbol hueco”. Cuánta razón. Son imágenes de deterioro, debilidad y fin…

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