Guillermo Almada
Una de las cosas que más disfrutaba en Mérida, sobre todo, los fines de semana, eran los momentos de tertulia. Ah! Nos encontrábamos de a dos, de a tres, rara vez todos, por lo general en mi casa, y platicábamos cuanto nos placiera.
El relator por excelencia era Manuel. Él concentraba en su memoria grandes momentos de la historia del barrio de Santiago, y cada tanto nos premiaba con alguno de sus relatos.
A veces pensaba que estaba inventando, o que mezclaba, parte de realidad con adornos y melindres de su frondosa fantasía. Incluso, que ni siquiera lo hacía a propósito, sino que, como para el cerebro, la fantasía y la realidad gozan de la misma estructura, la mayoría de sus relatos eran más un incentivo de su creatividad que un esfuerzo de su memoria. Para el caso daba igual, sea como fuere, él se las arreglaba para entretenernos con esas historias.
Y una tarde de abril, si no me equivoco era para el día del pueblo gitano, que es el ocho, Letizia se había comprometido a agasajarnos preparando ella misma, un rico té gitano, con frutas y mezcla de hierbas y flores. Como de costumbre habíamos circularizado la invitación a todos, pero por una razón u otra, terminamos siendo solo tres.
La gitana llegó temprano, con sus hierbas, frutas, y eso, Manuel trajo unas galletas recién horneadas, no sé de dónde, y yo puse la casa y los enseres de cocina que hicieran falta.
Ya sentados a la mesa y dispuestos a disfrutar de esa merienda, Letizia abrió la tertulia preguntándole a Manuel si nunca me había contado la historia del chino. Dijo así, “el chino”, así que sin duda alguna debía ser uno en particular, y no cualquiera.
Mi amigo sonrió como quien evoca una añoranza, y con cierto cariño afectando su voz, carraspeó para decir que nunca la había creído importante, y, menos aún, que fuera recordada. Con mayor razón mi curiosidad creció y le reclamé que la contara.
Fue en el día del solsticio de verano, a la hora en que las sombras desaparecen –comenzó diciendo, Manuel – No había nadie en las calles, salvo su figura. Avanzaba lentamente caminando ataviado con un zooboo hanfu de lino, color beige, y cada tanto sacaba un papelito del bolsillo como buscando una dirección. Cuando lo vi así, medio perdido, fui a su encuentro y le pregunté en qué podía ayudarlo. Solo me mostró el papelito, en donde tenía una dirección escrita en español y en ideogramas chinos. Así que le ayudé a llegar y se instaló en una casa de no muy buena reputación, pero donde conseguiría lo que andaba buscando, una habitación para un hombre solo, un baño con agua caliente, y un lugar en donde nadie hiciera preguntas. Para no tener problemas con el idioma.
Y ahí se instaló Tsu-Weng-Ta, a quien con el tiempo llamaríamos Taco, por su preferencia por esta comida. Aunque no lo creas -continuó Manuel – él se pasaba horas en lugares públicos, o en bares y comedores, observando a la gente, los parroquianos. Sus modos, sus ademanes, sus posturas para sentarse o platicar, en fin, era un observador constante. Hasta que así aprendió el idioma, y a incorporarse a esta sociedad.
Luego se puso una tienda de libros usados, muy pequeña, y se mudó más cerca de la plaza central, a una casita también muy pequeña que lindaba con la casa de Maribel Hernández Moro, que había enviudado casi al mismo tiempo en que él arribara al barrio, por cuanto, ambos vivían absolutamente solos.
Un vecino le dijo que esa era una buena oportunidad para él, y le despertó la curiosidad. Así que puso una caja con libros para quedar a la altura de la claraboya del fondo y observar a su vecina. De ese modo sabría lo que la hacía feliz, lo que la ponía triste, conocería sus carencias, y aseguraba aprender a conocer hasta sus deseos. Así, simplemente por observarla.
Lo estrafalario de todo esto no era que la observara, porque en verdad no era una actitud libidinosa. Lo verdaderamente insólito es que, a pesar de conocer todo eso, jamás se animó a hablarle. Y un buen día la viuda vendió la casa y se fue. Se fue de Mérida, se fue de Yucatán, se fue de México.
Dos meses más tarde, la policía encontró, en su casita, el cadáver de Taco, acostado en su cama, con un libro entre las manos, envuelto para regalo, con una seda roja, “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, de Pablo Neruda. –