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Spinoza, el filósofo invisible

El Dios de Spinoza no vela por nosotros ni garantiza la perennidad de nuestro ser, pero nos hace más libres, dignos y sabios.

Rafael Narbona

Spinoza soñó con ser invisible. En su filosofía y en su vida ordinaria. Su única pasión fue el conocimiento racional. Nunca transigió con el sentimentalismo. Jamás se preocupó de seducir al lector con artificios. Su estilo intentó copiar el rigor de la geometría, despojándose de cualquier adorno o filigrana. Spinoza nunca habría aprobado el proceder de pensadores como Unamuno, Sartre o Nietzsche, aficionados a la nota autobiográfica, la anécdota colorida y la pirueta verbal. Lejos de los filósofos que flirtean con lo literario, imitó la sobriedad y desnudez del lenguaje matemático, siguiendo el ejemplo del cartesianismo.

Su propósito no era describir o valorar el mundo, sino hacerlo inteligible. El sentimiento no es clarificador. No ayuda a conocer la verdad. Las certezas solo se obtienen mediante el razonamiento lógico. Lo personal estorba a la hora de buscar la verdad. Spinoza no suscribió todas las hipótesis de Descartes. De hecho, repudió la idea de un Dios trascendente o la existencia de dos sustancias misteriosamente coordinadas, pero es evidente que su pensamiento habría sido muy diferente sin la exaltación cartesiana de la razón y la identificación de la verdad con certezas tan indubitables como un axioma matemático.

La única referencia autobiográfica que Spinoza deslizó en su obra se halla al inicio de su inacabado Tratado de la reforma del entendimiento. Ahí refiere que la experiencia le enseñó la vanidad de la gloria, las riquezas y el placer. Dado que su principal anhelo era «gozar eternamente de una alegría continua y suprema», concentró sus energías en la filosofía, verdadero bien y auténtica fuente de felicidad duradera. Este planteamiento no constituye una novedad. Se inscribe en las enseñanzas de la tradición estoica. SénecaMarco Aurelio y Montaigne ya habían expresado la misma idea, desdeñando las fútiles ambiciones que esclavizan a la mayoría de los hombres, condenándolos a una insatisfacción perpetua.

Para Spinoza, la filosofía no es algo abstracto o meramente teórico, sino un saber eminentemente práctico, pues su fin último es averiguar en qué consiste la felicidad. Aunque hizo de la impersonalidad un signo de identidad, su vocación filosófica nace de un legítimo deseo de dicha, lo cual revela que no era un frío geómetra, obsesionado con los planos, los ángulos y las curvas, sino un hombre acechado por la misma fragilidad que el resto de sus semejantes.

¿Cómo era ese hombre, que el mito representa inclinado, tallando lentes mientras el polvo de cristal invadía sus pulmones? En el prefacio que escribió para su Opera PosthumaJarig Jelles, uno de sus amigos y mecenas, nos cuenta que Spinoza manifestó el deseo de que su Ética se publicara omitiendo su nombre. ¿Se trataba de una petición sincera? Todo indica que sí.

Para Spinoza, el fin último de la filosofía es averiguar en qué consiste la felicidad

Hijo de padres judíos de origen portugués, Spinoza nació en Ámsterdam en 1632. Algunos le consideran el «último medieval» por su estilo escolástico. Otros opinan que fue el «primer ilustrado». Su padre, Miguel, fue propietario de un próspero comercio de importación de frutos secos y un miembro destacado de la comunidad judía holandesa. Se casó tres veces y engendró cinco hijos, todos durante su segundo matrimonio. A los cinco años, Baruch fue inscrito por su padre en la escuela «Ets Haim» (Árbol de la vida), que enseñaba hebreo bíblico y su traducción al español. Formado por los rabinos Saúl Leví Morteira y Menasseh ben Israel, estudió el Antiguo Testamento y el Talmud.

La muerte de su hermano Isaac le obligará a compatibilizar los estudios con el trabajo en el negocio familiar. En 1654, perderá a su padre y renunciará a su herencia para abandonar la actividad comercial. Solo reclamará una cama con su lino para poder descansar, no sin antes litigar con sus hermanos, que intentan despojarle de todo. Dos años después será excomulgado por sus ideas heréticas, lo cual significará el ostracismo, el desarraigo y el menosprecio. La sinagoga emitirá un anatema particularmente despiadado: «Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone».

¿Cómo llegó Spinoza a convertirse en un hereje? Durante sus años de formación, lee a Maimónides, Crescas y Gersónidas. Aunque recibe clases para ser rabino, frecuenta los círculos cristianos. Allí encuentra maestros que le enseñan latín y le inician en la geometría, la física y la filosofía de Descartes. Sus lecturas e investigaciones le hacen rechazar la ley de Moisés, la idea de un Dios personal y la inmortalidad del alma, acercándose a las tesis del deísmo, el materialismo y el saduceísmo.

Son las mismas convicciones por las que quince años atrás fue excomulgado Uriel da Costa, que incapaz de soportar la expulsión se suicidó, disparándose dos balas. La primera falló; la segunda, acabó con su vida. A diferencia de Spinoza, Uriel se retractó y aceptó ser azotado y pisoteado en la sinagoga para ser exonerado y readmitido en la comunidad, pero la humillación desbordó su resistencia psicológica. En su autobiografía, Exemplar humanae vitae, narró que su arrepentimiento fue fingido, pues nunca cambió de ideas.

Spinoza nunca manifestó el deseo de ser perdonado por los rabinos, cuya influencia en las autoridades civiles logró que a la pena de excomunión se añadiera la de destierro por blasfemo. Se estableció en Voorburg, a media legua de La Haya, y se relacionó con los círculos de menonitas y colegiantes (protestantes liberales de convicciones pacifistas). Su temperamento cordial y discreto, su inteligencia y su desinterés por los bienes materiales le granjearon muchas amistades. Admirador de Jan de Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, que habían promovido la libertad de pensamiento y la tolerancia religiosa, escribió una nota de repulsa cuando una multitud los asesinó cumpliendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. No está claro si la dejó en el lugar de los hechos o si el hospedero impidió que saliera a la calle para proteger su vida.

Enfermo de tuberculosis, Spinoza murió en 1677 con cuarenta y cuatro años. Su vida ordenada le permitió escribir seis obras –algunas inacabadas– y una nutrida correspondencia. Su Ética demostrada según el orden geométrico es una de las obras más importantes del siglo XVII y uno de los grandes clásicos de la filosofía. Para muchos es un auténtica «consolación de la filosofía» compuesta por un santo laico. Conviene aclarar que la santidad de Spinoza no tiene nada que ver con la ética cristiana, pues el filósofo judío considera que la compasión es indeseable por su efecto perturbador. Obrar éticamente no significa afligirse con la desgracia ajena, sino combatir las injusticias que la provocan. No por humanidad, sino por un imperativo racional.

Algunos consideran a Spinoza el «último medieval» por su estilo escolástico. Otros opinan que fue el «primer ilustrado»

El Dios de Spinoza es un Dios sin un rostro humano. No es padre ni se encarnó y, por supuesto, no creó al hombre a su imagen y semejanza. Toda imagen o representación de Dios solo es una proyección de nuestra imaginación. Dios es irrepresentable, pues está más allá de nuestra experiencia. Solo podemos conocerlo mediante un esfuerzo del pensamiento puro. El escaso interés de Spinoza por el arte –solo lo menciona una vez en la Ética– muestra que su filosofía creció al margen de la influencia griega y mediterránea. Con dominio de distintos idiomas (holandés, latín, español, hebreo), nunca se adscribió a ningún grupo o capilla. Su relativo aislamiento siempre le pareció una garantía de libertad.

Gracias a esa posición periférica, no le costó romper con la imagen tradicional de Dios, pero no lo hizo con un lenguaje nuevo, sino reinventando el que ya había empleado la escolástica. Para Spinoza, Dios es causa de sí, lo cual significa que su esencia implica la existencia, «o lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza solo puede concebirse como existente». Dios es «un ser absolutamente infinito, esto es, una sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita». Es libre, pues «existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza» y obra exclusivamente por sí mismo, sin que nada determine su despliegue. Es eterno porque su existir no se corresponde con la duración, que posee comienzo y fin.

Hasta aquí, Spinoza parece mantenerse dentro del canon de la teología judía y cristiana, pero no tarda en aclarar que Dios es material e indistinguible de la Naturaleza. De hecho, utiliza la expresión «Dios sive Natura». «El ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza obra en virtud de la misma necesidad por la que existe –escribe en la Ética–. Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa». Dios es la única sustancia, es decir, lo único que «es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto puede formarse independientemente del concepto de otra cosa».

Dios es simultáneamente principio creador (Natura naturans) y realidad creada (Natura naturata). No crea por un acto de voluntad, sino por necesidad. Crear está en su naturaleza. Si no fuera así, no sería Dios. La asimilación de Dios y la Naturaleza acarreó a Spinoza la acusación de panteísmo, lo cual no es cierto en el sentido tradicional, y ateísmo, algo también infundado. El filósofo holandés nunca creyó que todo estuviera lleno de dioses y su materialismo no careció de una dimensión espiritual. Eso sí, su espiritualismo fue de carácter puramente intelectual.

Spinoza considera un acto de ignorancia distinguir entre creador y creación. Dios no es un artífice y la Naturaleza, el artefacto que ha creado. Esa distinción solo es una ficción. Si Dios se distinguiera de la Naturaleza, se hallaría limitado por algo externo con atributos propios y diferentes. No hay causas sobrenaturales o trascendentes. Solo hay un sistema único y omnicomprensivo al que llamamos Dios o la Naturaleza. Carece de sentido imaginar algo fuera de ese sistema. Se trata de un sistema eterno, pues carece de fin o principio, algo que algunos científicos ya han apuntado para explicar el universo.

Spinoza llama «amor intelectual de Dios» a ese estado de conocimiento donde comprendemos el orden de la Naturaleza

El panteísmo de Spinoza está más cerca del programa de una ciencia unificada que de concepciones místicas, mágicas o animistas. Su argumento central es que todo cambio natural es un efecto determinado por un sistema de causas. Spinoza es ateo si eso significa no creer en un Dios personal. Sin embargo, no es ateo si esa expresión conlleva negar la existencia de lo infinito y la posibilidad de participar en él.

La fuerza creadora de Dios está presente en todas las cosas. Es el conatus que incita a la vida y que experimentamos como una urgencia, pero que también podemos conocer por medio de la reflexión. Al percibirlo, descubrimos nuestra conexión con la totalidad de la Naturaleza o, lo que es lo mismo, con Dios. Lo místico no es una alteración de conciencia, sino un ejercicio de comprensión.

Spinoza llama «amor intelectual de Dios» a ese estado de conocimiento donde comprendemos el orden de la Naturaleza. No es un mero conocimiento teórico, sino beatitud, perfección espiritual. La religión filosófica de Spinoza consiste en ser consciente de que la diversidad no es simple proliferación, sino abundancia vinculada a la potencia creadora de la Naturaleza. Descubrir ese hecho constituye es la mayor forma de alegría y no conlleva ninguna forma de penitencia ni arrepentimiento. El Dios de Spinoza no vela por nosotros ni garantiza la perennidad de nuestro ser, pero nos hace más libres, dignos y sabios.

Spinoza deseó ser invisible. No escribió para la gloria de su nombre, sino para ayudar a sus semejantes a comprender mejor la realidad y a gozar de mayor libertad. Aunque era determinista, creía que conocer las causas de nuestros actos nos ayuda a incrementar nuestra capacidad de autodeterminación. Su Dios carecía de rostro, pero se hallaba en todas partes: en los astros, en las lentes que pulía, en los canales de la dulce Holanda, en las palabras que enlazaba con rigor geométrico. Spinoza no logró ser invisible. Su obra no ha dejado de leerse y estudiarse desde su muerte. No alcanzó esa inmortalidad personal en la que no creía, pero sí la eternidad reservada a las ideas que mejor han desentrañado la realidad. Imagino que se sentiría satisfecho.

Imagen: Pintura de Samuel Hirszenberg  (1865–1908)

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