Andrés Canedo / Bolivia.
He escuchado mucha música, música culta, como la denominaban en Radio Cristal de La Paz. He amado desde Bach, Vivaldi, Couperin, Mozart, Albinoni, Beethoven… hasta Ligetti (Lux aeterna) y Penderecki (Lamento por las víctimas de Hiroshima). Es decir, he recorrido, como un simple apasionado, desde el barroco, el clasicismo, hasta el más atonal contemporanismo. Música intensa, profunda, a veces desconcertante como Woyzeck, de Albam Berg (Langsam, Woyzeck, langsam). Pero más allá de toda aquella densidad, siempre me he deleitado con los Valses, tal vez porque la parte liviana de mi alma requería esa compensación. Ya, alguna vez conté de mi gusto por el Vals Nº 2, de Shostakovich. Sin embargo, debo aclarar, que lo que más me sacude son los valses de Tchaikovsky. Claro, que en la adolescencia, en ese afán de sufrir y de entregarme a lo más duro, escuchaba mucho la Sexta Sinfonía (Patética), de este músico. Para complementarlo, había leído también con pasión, Symphonie Patéthique, de Klaus Mann, sobre la vida atormentada del citado compositor.
He dicho los valses de Tchaikovsky, y sí, claro, digamos por ejemplo El vals de las flores (Cascanueces), donde desde las cuerdas, reconozco al creador, su alma rusa, su melancolía. Me emocionaba enormemente, muchos años después, cuando veía ensayar dicho vals, a mi hija Adriana que bailaba ballet, con su partenaire. Además, lo cantábamos en Tartagal cuando, todavía adolescente, yo pertenecía al grupo coral Los rapsodas y decíamos: “Eres tú la dulce ilusión que yo soñé” y que secretamente le dedicaba las melodías y palabras, a la mujer que enloquecía y descompensaba todos mis sentidos: Ana María. Digamos también, el Vals del Lago de los cisnes: “Esplendoroso azogue donde se mira la ilusión, cristal azul del cielo, donde navega lento el sol”, letras de nuestro chalado director, Humberto Clark, no sólo tremendo músico sino también poeta. Y todo aquello me expulsaba de la realidad cotidiana, me iba transformando en el loco vocacional en el que soñaba convertirme. Es que creía (qué estupidez) que aquello era una condición necesaria para convertirme en artista, aunque todavía no sabía en qué ramo. Vivía en una especie de penumbra con esbozos de luz, buscando, buscándome. Años después vendrían el teatro, y luego, la escritura, aunque todavía hoy, con fe desfalleciente, sigo persiguiendo ese propósito de ser artista.
Pero, siguiendo con los valses (y el alma rusa), también me fascina el Vals de la Bella durmiente. Ahí continúo viendo una Rusia que no conozco, y para adentrarme un poco en ella, empecé a leer Dostoievsky, Tolstoi, Chejov y otros. Lecturas que me desgarraban tanto como la música. Seguía asimismo con insistencia. a la bailarina Maya Plisetskaya, y me emocionaba que ostentara el título de Artista del Pueblo de la Unión Soviética. Claro, por aquellos tiempos, mi corazón se había ubicado a la izquierda y, hasta ahora, sigo sintiendo un profundo cariño por Rusia. No sé si son los resabios, o es la decisión consciente y, a la vez, apasionada de mi espíritu. Hay, desde luego, muchos valses más que me enloquecen, por ejemplo, el Opus 69, Nº 2, de Chopin; algunos de los valses de J. Strauss, y aquí debo nombrar a Danubio Azul, en la película 2001, Odisea del Espacio, cuando se ve el hueso usado como arma por el Pitecántropo recién evolucionado, que es arrojado hacia arriba, en señal de victoria, y que en una elipsis maravillosa se transforma en nave espacial; la música y las imágenes me arrebataron el corazón. Otra vez, los rusos, ya que suelo imaginar a Ana Karenina, con el rostro bellísimo de Keira Knightley o el de Elizaveta Boyarskaya, bailando un vals con Bronsky. Libertad y pecado. Libertad y rompimiento de normas, libertad y locura. ¿Por qué ese derecho inalienable de todos los humanos, ha de ser tan difícil de obtener? Desde la soledad de mi cuarto, este espacio que es como un crisol donde a veces se funden todas las luces, este espejo múltiple conformado de estrellas que me reflejan y proyectan, escribo sin censuras.
Me levanto y voy hacia la ventana. Como casi cada día, la ciudad llora su oculta melancolía en una llovizna persistente. Las casas lloran, la ciudad llora, los seres humanos lloran por tantas causas que a veces originan dolor. Afortunadamente, la risa está también presente, como desde siempre lo está el amor, que bebe de ambos fenómenos. Desde la ventana observo las tejas del techo del vecino, en su margen derecho, donde forman una especie de arco color de fuego, debido al agua que las muestra de un rojo brillante. La calle es gris, ahora más oscuro, ya que está mojada. Un auto pasa como una sombra azul que se desliza como un sueño frente a mis ojos. La ventana es como un caleidoscopio secreto que se me habilita cuando quiero mirarlo. Ya ven, ya no pienso en valses ni en rusos. Ahora, pienso en la vida, en su apasionante y breve maravilla, en tantas cosas que nos presenta a cada instante. Como en el caleidoscopio, voy armando figuras que se cuelan a mi mente y me agitan el corazón. Los resplandores de cada momento van conformando el espacio de mi alma. La luz mágica de los objetos y de los seres vivos. Un serpentear de chispas como las de una piedra viajando por el universo, ardiendo en él.
Lo sé, claro, estoy intensamente vivo.