Harold Kurt
Vivimos en la célebre era del espectáculo, un tiempo en el que los medios de comunicación despliegan su inimitable arte: transformar cualquier acontecimiento en un drama digno de ovaciones. La objetividad y el rigor informativo han quedado relegados a las sombras de un pasado lejano, ya que, ¿quién necesita la verdad cuando los titulares pueden resonar como gritos de tragedia? En su lugar, el periodismo responsable, aunque menos vistoso, se dedica a informar con precisión, a escudriñar el contexto, a desentrañar las complejidades. Sin embargo, parece que la falsa noticia e incluso exagerada, ha ganado terreno, pues lo que interesa no es la verdad, sino el impacto inmediato sobre un lector desprevenido, dispuesto a aceptar cualquier relato sin cuestionarlo. Un desastre natural o un acto de discriminación; todo tiene cabida. Bastan las imágenes más estremecedoras y los testimonios más desgarradores para erigir un espectáculo mediático que atraiga todas las miradas. ¿Buscar contexto o soluciones? ¡Eso no vende!
La práctica amarillista del periodismo, que antaño servía para generar ingresos a los periodistas, ha degenerado en un ejercicio de pura vanidad. Ya no se trata de informar ni de garantizar un sustento, sino de alimentar el ego de quienes buscan destacar en la esfera digital. Lo esencial es mantener a las masas al borde del abismo, ofreciendo relatos tan simplistas que hasta un niño podría comprenderlos: todo se reduce a héroes y villanos, y, por supuesto, no puede faltar el inevitable toque de morbo.
Estas prácticas, lejos de ser inocuas, tienen repercusiones profundas. Distorsionan la realidad, fomentan la polarización y transforman los debates públicos en una exhibición constante en redes sociales, donde la autenticidad queda sepultada bajo el peso de likes, comentarios vacíos y tendencias fugaces. Lo más lamentable es que lo que comienza como una legítima indignación o preocupación por parte de la sociedad se convierte, hábilmente, en propaganda gratuita. Un grito de justicia genuino se disuelve entre colores de logotipos y consignas, transformándose en un nuevo espectáculo para beneficio de quienes saben capitalizar la emoción colectiva, y no para las víctimas, que quedan, irónicamente, en segundo plano.
Es indiscutible que las redes sociales son una herramienta formidable para movilizar ayuda, visibilizar problemas y, cuando se emplean con responsabilidad, promover cambios sustanciales. A través de ellas, se han salvado vidas, organizado campañas de solidaridad y dado voz a quienes, en demasiadas ocasiones, no las tienen. No obstante, también se han convertido en una plataforma donde muchos buscan más la autopromoción que el genuino acto de ayuda. Lo que importa no es tanto el bien realizado, sino que éste quede debidamente documentado, filmado y propagado. En lugar de empatía, muchas publicaciones emanan una flagrante indolencia hacia las víctimas, relegándolas a simples escenarios sobre los que se construye una narrativa de celebración personal. Lo que al principio parecía un noble acto de solidaridad se convierte en una tragicomedia, donde lo más relevante no es el sufrimiento ajeno, sino el encuadre perfecto para la foto.
Hoy, lo que parece importar no es solo la ayuda, sino la necesidad de compartirla en tiempo real en las plataformas sociales. Cámaras, selfies, transmisiones en vivo, publicaciones detalladas: todo debe estar a punto para exhibir la magnanimidad del gesto, como si fuera necesario certificar la benevolencia. Porque, si no lo compartimos, ¿realmente hemos ayudado? Como bien se dice: «Si no tiene likes, no cuenta». Lo que en su origen parecía un acto de generosidad se convierte en una representación teatral donde lo fundamental no es el dolor ajeno, sino la búsqueda del ángulo perfecto para la foto.
En este juego mediático, los roles están tan bien delineados que parece que no hay margen para la duda: las víctimas proporcionan la narrativa, los «héroes» cosechan los aplausos y los espectadores se convierten en jueces de una moralidad que se erige, paradójicamente, frente a una pantalla. Este proceso no solo despoja de dignidad a los afectados, sino que también trivializa la tragedia, convirtiéndola en un producto de consumo fácil.
No podemos obviar que este mismo fenómeno es ampliamente explotado por los políticos, quienes han encontrado en el espectáculo una herramienta eficaz para sus campañas. Un ejemplo claro son los actos públicos de entrega de ayuda humanitaria tras un desastre, donde los líderes políticos no escatiman en posar para las cámaras, rodeados de víveres y víctimas, utilizando esos momentos como plataformas para reforzar su imagen pública y asegurarse titulares favorables. No faltan las cámaras, los flashes ni los periódicos dispuestos a documentar cada entrega de alimentos, cada abrazo a una víctima o cada promesa de cambio, todo envuelto en una teatralidad cuidadosamente calculada. Lo que debería ser un acto genuino de servicio se convierte, una vez más, en otro número del guion de la performance mediática, relegando las verdaderas necesidades de las personas a un segundo plano.
Tal vez sea momento de cuestionarnos si se está contribuyendo al ruido o al cambio. Podríamos comenzar por fomentar una cultura en la que el enfoque esté en ayudar de manera auténtica y discreta, evitando la necesidad de documentarlo todo. Reflexionemos sobre formas concretas de actuar: apoyar iniciativas comunitarias, participar en actividades solidarias sin buscar reconocimiento y educar a los demás sobre el impacto real de sus acciones. Solo con pequeños pasos honestos y desinteresados podremos transformar nuestra sociedad en una donde el cambio sea algo más que un eslogan vacío. En un mundo donde el dolor humano se convierte en espectáculo y la solidaridad en un escenario para mostrar caridad, ¿qué queda de nuestra capacidad de empatizar sin filtros, sin cámaras, sin audiencia? Tal vez la verdadera ayuda no necesite testigos, solo manos dispuestas a tenderse. Como bien recuerda la sabiduría bíblica: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”.
¿Somos realmente los héroes de la historia o meros actores en un escenario donde el espectáculo lo es todo?