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Roberto…

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Un texto introductorio debe ser breve, a no ser que se trate de un autor ido. No es el caso para la imparable dinámica de Roberto Navia Gabriel, el gran cronista de Bolivia, de quien todavía se espera mucho, y mejor.

Pocos hombres suelen conjugar Talento, Valentía y Decencia, aparte de profesionalismo, como lo hace Roberto, el lujo del periodismo boliviano, el indagador por excelencia, el escudriñador, nunca el fingidor, quien a fuerza de compromiso y valor se ha metido en lugares inimaginables, desprotegido, frágil en su condición humana, expuesto a la sevicia de quienes no quieren ser descubiertos y menos denunciados. Está en Buenos Aires, en las villas de la pobreza, en los pasadizos tenebrosos de Ciudad Juárez, Juaritos, donde la vida no vale nada, carentes estas palabras del romanticismo que la situación ponía en la lírica de José Alfredo Jiménez. La vida no vale nada, alguna vez escribí, ni en Juárez y menos en Chimoré. Eso no detiene al autor, el kafkiano artista del peligro; ni a él ni a su fotógrafo.

Aquí el hombre con su lápiz y su cámara es y lo será siempre el único guerrero que vale. Desarmado pero no asustado, y si asustado, con la suficiente entereza que tienen los hombres bragados.

Calidad y cualidades hacen de este un hombre de su importancia. El premio Ortega y Gasset, más dos premios Rey de España solo justifican un largo y serio trabajo, muchas veces desdeñado en el país.

Hablemos del olfato, porque el cronista debe convertirse en el perfecto lebrel, hallar las huellas de la ausencia en descampado, porque allí donde nada se ve siempre hay algo. La calma en este mundo es aparente, y la belleza, palpable como es, esconde miserias, dolor, historias de recalcitrante odio, de osadías y muertes, de personalidades cobardes, solidarias, de mujeres, niños, calaveras de tristes ajusticiados sobre el mostrador de estaciones policiales o en capillas, ya venerados como santos después de haber sido mártires.

Dos crónicas forman el espinazo de este libro, ambas premiadas, pero la carne y el espíritu los conforman el resto de los textos compilados en un amplísimo espectro que muestra la visión del investigador, para quien las geografías existen como un todo, donde las fronteras se pierden para desnudar la verdad que radica en que estamos solos y somos todos apenados, alegres, como siempre lo fuimos en sentido bíblico, ora Adán y Eva, ora Caín y Abel.

Los justificados premios fueron para Tribus de la Inquisición, una impactante, brutal, desgarradora y tremendamente humana crónica sobre los linchamientos en la región chapareña. Osó, Navia, penetrar los arcanos del poder “popular” escondidos entre ramajes de coca y desesperación de mando. Anuló el silencio oficial y descarnó, como se descarna una calavera, la realidad de las cosas. Místico, mítico, medieval y contemporáneo. El infierno en la tierra y el vergel como el averno. No es tiempo de la fruta, del baño en los ríos profundos, no; tiempo de la muerte, del fuego, el chicote y la horca. Tiene la piel dura, el reportero, y blando el corazón para retratar los rostros de Francis Bacon, la deformación del hijo pródigo, la falacia de estar hechos a imagen y semejanza de Dios.

La segunda crónica es sobre jaguares y chinos, la miserable y tétrica esperanza oriental de frenar la eyaculación precoz y condicionar la vida a la erección. Para conseguirlo, y quizá por el mito de la desigualdad métrica de la condición de hombre de esta gente, el mundo se está despoblando de sus especies depredadoras, cuyo fin significará el nuestro. Poner el futuro en juego por un coito momentáneo, a eso se ha reducido nuestra dignidad. A eso apunta el texto de Roberto, al grito desgarrador de ver al jaguar, el animal emblemático de América, convertirse en polvo por unas sábanas.
Lo dije, breve, porque el cronista no necesita más que una muestra de su identidad. Sus páginas dirán quién es y, lo más importante, quiénes somos.

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