Luis Alfaro Vega
Observador insigne, Roberto Burgos Cantor ahonda en la brasa que entibia las almas y las pone en ruta de los caminos de la historia. En sus textos el injerto de sangres de distinta nomenclatura social culmina con la floración de nuevas sensibilidades, experiencias de genealogía creadora, resistiendo y renovando, inventando originales pálpitos en el núcleo de un hábitat multicolor que enriquece la estirpe.
Imbuido en el inmenso escenario colombiano, con énfasis en su ombligo inspirador, Cartagena de Indias y sus bulliciosas barriadas, Roberto Burgos Cantor expone el vértigo de las triquiñuelas humanas, poniendo al descubierto el ardor del abolengo de su gente, que en su composición aúna los minerales de tres vertebrales razas de la civilización planetaria: la indígena, la española, la negra, incendiando una estructura diversa que alumbra los fundamentos de una sociología compleja.
El entorno natural en el que se mueven los personajes abarca la furia de disímiles escenarios: zonas desérticas de resquicio arenoso; impenetrables bosques lluviosos, abandonados a la fiebre de su propio guion de universos cerrados; sutiles litorales, limpios, transparentes, en perspectiva de copiar el triunfo del océano; abigarradas zonas pobladas de sudor humano, inclinadas ciudades que moldean sus propias trampas, habitadas de subrepticios empujones y cotidianas muecas, asustados rostros entre horas sucias de afligidas prisas, estridentes en su furor de loco acoso sin término; señeras regiones rurales, huérfanas en sus ímpetus de progreso, en extendida zozobra de sobrevivencia campesina. Entorno natural y social en delirio distintivo, formador irrestricto de frenesíes humanos, plurales enseñas anímicas, contagiosas visiones de mundo.
El autor de LA CEIBA DE LA MEMORIA, lúcido y sensible, observa, muele, discierne y comprende que, con ese abanico de argumentos históricos y de circunstancias naturales y sociales, sus coterráneos improvisan paradigmas para aferrarse a la vida, plasmando la gesta de una manera sui géneris, en gala del afloramiento de sensuales cánticos de clarividente poética, crudezas prodigiosas de místico sincronismo religioso, delirantes desmayos conceptuales enalteciendo y honrando el ensueño de existir, furores para sobreponerse a las consternaciones de una historia que impone condicionantes. El autor está de cuerpo presente, forma parte del maremágnum, con los sentidos despabilados en medio del ajetreo, inmediato, enriquecido de impaciencia, atento al arrobador remolino antropológico, para cantarlo.
Los textos de Roberto Burgos Cantor revelan un amplio abanico de recursos en furia creadora de historias con inexcusable contenido histórico, singularizada en la variedad de imágenes que emplea para puntualizar lo habitual, un estilo que se intensifica en la descripción honda, en ruta a la raíz de cada protagonista, de cada trama en la que centra su interés. Redime individuos, casi todos con la epidermis manchada por los furiosos soles de una vida contracorriente, almas caídas, pero en tentativa de resistencia frente al tétrico instante histórico que les correspondió, y los impulsa al centro del escenario, anotando los hastíos que les incumben, la floritura de sus ansias, la locura de sus custodias anímicas, la ondulante sugestión de sus pesadillas, todo en vahído de un terciopelo de cocidas imágenes que dan cuenta cabal de la esencia del ser colombiano.
En sus relatos reúne la multitud de agudezas y lobregueces que el azar de los hechos pone en la realidad y en el reflejo de los espejos. En sus novelas los personajes purgan los efectos de una embriaguez que viene de atrás, de los ancestros, que los alcanza y les dobla la cerviz, al tiempo que les aporta un apetito por el vuelo, anhelado ascenso a un entablado social de repertorio sin exclusiones. Sustos y concursos que revelan la lucidez y la fiebre de los individuos. Así acaece en la novela VER LO QUE VEO, requiebro literario donde un puñado de almas sin maquillaje se esfuerzan por construir un pueblo desde la fragilidad de la felicidad, y con retazos de vida edifican, sosteniendo lo erguido con lágrimas y sueños, con la potencia irrestricta, irrenunciable de estar dispuestos a la asfixia absoluta, con tal de ver cumplido el destino señalado.
Roberto Burgos Cantor, con sus temas de condicionante sufrido, o en dirección hacia el borde excluyente del tablero de la historia, o circunscritos a la insignia social de renovadas locuras en espectáculo quimérico, o rotos, o descocidos, o confeccionados con despojos, o todo junto, hace gala de su ingenio de violento creador, desmesurado descubridor de multicolores mundos hechos con palabras sacadas de la intolerancia y la rapiña de una tradición que margina. Imágenes, añoranzas, utopías extraídas de debajo de la suela de los zapatos de sus personajes, y colocadas con renovado prestigio y resplandor, abonando fraternales contenidos sociales que contagian, iluminando el sendero con un dejo de esperanza al que se aferran con astutas osadías. Los supuestos de esos personajes nos conciernen, están en ruta a lo humano de todos los tiempos, huella franca hacia lo que somos, conceptualización de forma y fondo de la especie humana.
Insistente en su afán de hurgar lo que está al otro lado de lo visible, el autor de EL PATIO DE LOS VIENTOS PERDIDOS describe el alma de los personajes con ahínco de cazar lo oculto. Con determinación se atreve a palpar los excesos que el común de los escritores, por comodidad lingüística, o estilística, o por visión corta frente a trepidantes arrebatos culturales, dejan de lado. El colombiano-universal no evade las fracturas anímicas, los difusos contenidos de las voluntades individuales, él se aferra a lo que flota dentro de la piel de los protagonistas, contempla lo que aparenta estar inmóvil y se mueve, lo que simula moverse y persiste estático, mira extramuros la hoguera que aflora en señales: la lágrima furtiva que cae en el momento de una risa, la estrujada gota de sudor en sitio oculto del cuerpo desnudo, el ligero temblor en las arterias del que teme, el abandono cósmico de personajes recluidos en su improbabilidad, el reincidente pisoteo de espíritus, marcas de fuego que se exhiben como íntimas banderas sin artificio, el vuelo de la mente en ojos ciegos, el vertiginoso zigzagueo en los pensamientos del boxeador, el potente parpadeo hacia el futuro del que está en silencio, el frenesí de huida del que descubrió su inutilidad, el abandono psicológico del que permanece en el mismo sitio como única escapatoria posible. Contraseñas únicas en la experiencia humana, inequívocos signos que el escritor capta y expone, indicándonos que somos cómplices con una circunstancia histórica singular, que no somos sino somnolientos monigotes que escancian dentro de una celda sin barrotes, que estamos colocados en el centro de todos los momentos, y que debemos asomarnos al espejo de la historia para desengañarnos, en gracia con argumentos que no se ven.
El autor de QUIERO ES CANTAR, sin importar si los protagonistas son invidentes, o minusválidos, así estén en silencio, o en el escenario inhóspito de una pesadilla, los pone a blasfemar, o a fertilizar huertos, extrayéndoles el horror y la ternura que les entibia la sangre. Con su oasis verbal los fundamenta, incubándoles una potencia en delirio de atávicas verdades, aflicciones y gozos.
El tufo, o perfume extra del quehacer humano, es lo que rescata y registra Roberto Burgos Cantor en sus escritos, fecundo aliento envuelto con multitud de efigies y conceptos. Frases extensas, abandonadas a la severidad de palabras que sustancian un fondo histórico irrepetible. En el relato: NADA, NI SIQUIERA OBDULIA MARTINA, el autor expone el desguarnecido azar con el que rodeamos el dolor extremo de los más íntimos, la vocación de renuncia y de espejismo con la que escribimos la memoria. Cuento de brutalidad y amor sin artificio, en el que no hay refugio posible, en el que queda escrupulosamente plasmada la ortodoxia consustancial del homo sapiens.
En los vertiginosos textos del escritor de Cartagena de Indias, los personajes son arrebatados de un contexto en alucinación continua, todos o casi todos son fantasmales bultos que subsisten a ras de suelo, seleccionados de la parte más sufrida de la trama social colombiana, que en esencia no se diferencia de la del resto de los países empobrecidos del planeta. Personajes en argumentación de llagas, y, sin embargo, en discurso desafiante frente al entramado doctrinal de un momento histórico que los mantiene medio enterrados en el fango, vigilando con celo el tejido de retazos de vida que los nutre, pataleando en complicidad con otros que igual subsisten con medio cuerpo en el fango, respirando unas veces abajo, en el espeso limo de la pobreza y el fanatismo, otras veces, levantando con gallardía la cabeza, mostrando una potencia revolucionaria, rugiendo un insólito vuelo hacia la liberación, ansia de captar otras razones de existencia.
Reales o ficticios, los protagonistas en los cuentos y novelas de Roberto Burgos Cantor están atravesados por la frustración y la desposesión, fardo que los obnubila y los aturde, pero que, en propensión a una balanza de psicológicos equilibrios, los lanza a la novedad de incubar ánimo para torcer, con las propias fuerzas, el timón de una situación que los arrincona. Al exponer humillaciones, al describir rostros pisoteados, les agrega a ellos una extraña energía, unto trascendental que les insufla vida, y que, a nosotros, sus lectores, nos ayuda a comprenderlos, y a entendernos, haciéndonos corresponsables del desenlace: o un catastrófico naufragio, o el airoso arribo a una atmósfera bienhechora.
Creador de pluma privilegiada, el colombiano Roberto Burgos Cantor trasciende los patrones ordinarios de la prosa latinoamericana, en vértigo de palpables visiones va iluminando el escenario para mostrarnos un teatro económico-social curtido de manchas, luces y sombras, antropología de una raza diversa y dispersa que fluye con su orgullo de irregular gloria.
La lectura de sus textos nos arrastra hacia el centro del atropellado remolino de históricas acciones que denominamos cultura, contexto en que la barbarie y la lúcida ternura confluyen. Al borde de la zozobra expone la trama, sus personajes, incluidos los lectores, son-somos huérfanos arañando el vislumbre de una anhelada, sublime luminosidad, destino en ponderación clemente que adelante de los días se cuece.
Roberto Burgos Cantor. Nació en Cartagena de Indias, Colombia, en 1948, y murió en 2018. Entre sus obras más destacadas: La ceiba de la memoria, Lo amador, Ver lo que veo, El patio de los vientos perdidos, El vuelo de la paloma, Señas particulares, El secreto de Alicia, Quiero es cantar. Entre otros.