Según cuenta el notable Gabriel René-Moreno en su clásica obra de historia Últimos días coloniales en el Alto Perú, hacia comienzos del siglo XIX los altoperuanos no paraban de cuchichear —y a veces de decirlo a voz en cuello— que las potencias extranjeras estaban afilando las garras para apoderarse de la riqueza sinigual del territorio que algunos años después —en honor a Simón Bolívar y por iniciativa del diputado potosino Manuel Martín Cruz— se llamaría Bolivia. Pero aquella leyenda colectiva —que, como tal, arraigó profundamente en las mentalidades criollas y también del vulgo—, igual que la creencia de que el Alto Perú poseía ingentes recursos naturales, carecía de un respaldo científico u objetivo. Según el político y sabio ateniense Solón, la gente suele achacar la causa de su postración o su miseria a factores externos, para de esa manera sentir menos culpa o dolor. Es una forma de pensar comprendida por los psicólogos, pero de todas formas premoderna, acrítica e infantil; en otras palabras, instintiva o irracional. Relativamente comprensible, sin embargo, en aquellos tiempos de barahúnda política e incertidumbre debido a la conformación de nuevos estados liberados del coloniaje, pero reprochable en la actualidad, cuando, gracias a la historia científica y la sociología, ya se puede detectar con relativa precisión cuáles son los motivos reales del atraso de las sociedades.
Resulta preocupante que nada menos que el presidente actual reproduzca a pie juntillas aquel viejo discurso nacionalista y victimista, documentado y descrito por René-Moreno. Y es que hace unos días, rodeado de decenas de militares de diferente grado y con un tono de manifiesta indignación, Luis Arce Catacora, en alusión al litio y el agua dulce (hoy contaminándose debido a la minería ilegal, dicho sea de paso), dijo que “Bolivia se ha convertido en un punto de interés para las potencias mundiales, así como para un país vecino que busca controlar nuestros recursos estratégicos a través de operaciones especiales… (…) Quieren subordinarnos a planes geopolíticos, como el Plan Capricornio, pretendiendo que Bolivia sea excluida de procesos estratégicos de comunicaciones, para lo cual buscan balcanizarnos, federalizarnos o mostrarnos como un estado fallido”. Palabras muy parecidas coreaban los nacionalistas revolucionarios en los años 40 y 50 del pasado siglo. Es decir, el discurso modelo del victimismo nacionalista, un leitmotiv en la historia boliviana y en la de muchos países africanos (como Ghana) que de alguna forma justifican su pobreza indicando que esta se debe a la ambición y la maldad del imperialismo capitalista del norte.
Pero esta retórica victimista se cae ante un análisis serio de la realidad.
En primer lugar, hay que decir que, según datos científicos, Bolivia es un país mucho menos rico de lo que generalmente se piensa. O, en todo caso, que no es el más rico de la región —como muchos creen—, si lo comparamos con países como Brasil o Argentina. Por ende, aquello del “pobre sentado en una silla de oro”, aprendido religiosamente en las escuelas y que los jóvenes y niños creen ciegamente, es otro de los mitos profundos (para hablar con Francovich) que el boliviano medio cree sin ápice de duda. En segundo lugar, es improbable que los estados aledaños estén urdiendo oscuras maquinaciones con el objeto de balcanizar o federalizar el Estado Plurinacional de Bolivia, un país que —aunque duela decirlo— no representa amenaza alguna para la seguridad o la soberanía de los países vecinos. Lo más seguro es que los demás países estén ocupados en sus propios asuntos: los grandes y ricos, investigando y creciendo; los pequeños y pobres, en sus luchas internas. Pero tal vez Arce sí acierta en algo de su discurso, pues yo creo que es probable que otros países sí crean que Bolivia es un estado fallido o inviable, pero ello no representa realmente ninguna amenaza para el país del Illimani, así que lo más inteligente es dejarlo pasar nada más.
Aquel discurso del presidente devela cómo se piensa no solo en el vulgo boliviano, sino también en las élites gobernantes y políticas, lo cual no es nada alentador. Aquellas palabras son un indicador, además, de que la política exterior, la diplomacia y las relaciones internacionales, hoy bajo la tutela de Celinda Sosa Lunda (dirigente sindical con alguna experiencia en temas de microempresa), se las lleva con poca ciencia y mucho prejuicio arcaico. Pero solo basta saber que muchos de los embajadores, cónsules y miembros del servicio exterior bolivianos son personas sin ninguna preparación en ciencias sociales, jurídicas y/o económicas para estar seguros de que las cosas no están para nada bien encaminadas.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario