De: Pablo Cerezal
Madrid es una gran ciudad, o por lo menos una ciudad grande
Francisco Umbral
Se reúnen en el viaje interrumpido del andén del Metro, a la espera del vagón que los engullirá y, tras su digestión de metal, silencio y smartphones, evacuará sus cuerpos a la orilla de eso que aún no se atreven a llamar hogar.
Son las razas del extrarradio.
Colorean la piel de la noche con el ébano que les tatúa las costuras de la sonrisa. Razas fieras de trabajo mal remunerado que afilan su mirada al calor de una hoguera de miedo y rechazo. Esparcen al viento las horas del domingo, pasadas entre compañeros, amigos, oriundos como ellos de los terruños expoliados de América, de los vergeles expropiados de África. Esparcen al aire, ya digo, los minutos del día libre, cuando este ya ha sido incinerado, entre carcajadas magrebíes y alcoholes quechua, danzas romaníes, cánticos subsaharianos y abrazos guajiro, y aguardan la llegada del vagón de Metro, asomados al andén como quien afronta el retorno a la celda tras el recreo carcelario, cabizbajos, soñolientos.
Son la piel que abotona el babero de nuestros hijos y reorganiza en la cocina el rompecabezas de desperdicios en que fallece nuestro festín. Razas del extrarradio, nacidas a la sombra de los rascacielos del progreso, crecidas allende los mares, naufragadas en la costa infecta de turismos y compraventas de Gran Vía y aledaños, atraídas por resacas de fracaso hacia las barriadas de la metrópoli, aquí, tan cerca.
Me asomo a sus ojos por aprehender la belleza que estigmatiza sus pupilas, y recuerdo al Poeta de Madrid, aquel literato que abandonó la ciudad de provincias con el afán de conquistar la capital, la gran ciudad, ese vergel de palabra y libertades, ese oasis de mujeres tendidas como sábanas revueltas y licores con sabor a madrugada. Hablo de Francisco Umbral. Porque él también portaba en su latido la aritimética inexacta de las razas ocultas… las razas del extrarradio.
Llegado a Madrid, a mediados del siglo pasado, Umbral paseaba las pensiones de café sin origen y patrona sin sonrisa con la única intención de airear la gramática de su máquina de escribir junto a la ropa tendida de los patios interiores. Había abandonado una periferia de vecindades promiscuas y horizontes desocupados, para instalarse en una ciudad de confines perplejos ante el asedio de la polución y los automóviles. Pretendía establecerse en la capital para ganar el sustento, instalar en su desierto de asfalto la jaima de verbo y metáfora de su escritura, hacerse un nombre que no era el suyo sólo por desaparecer un pasado de hambre y juventud inconclusa.
Los pasillos de la pensión reverberaban una sinfonía de letras, aquellas que, con acordes de futuro, aullaba la garganta de su vieja Olivetti. Y su gloriosa testa, desbordada de volúmenes que iban tomando forma a la sombra de una bombilla huérfana, en cualquier habitación de una casa de huéspedes naufragada en naftalina.
Umbral relató, mucho y magistralmente, los entresijos del miedo, las entrañas del rechazo, cuando joven, ya en Madrid, recién llegado de los cielos de cruz y campana parroquial de la pequeña capital de provincia. Madrid era la libertad y el gozo, la velocidad y el ayuno, el exceso y la promesa. Pero también la retaguardia del pánico, la barricada de este progreso tetrapléjico que ahora sufrimos quienes lo habitamos. Porque Madrid ya negaba su abrazo, entonces, a las razas de aldea y pan negro que llegaban para instalarse en sus pensiones, con la esperanza de emborronar la vida de alegría y moneda. Llegaban del extrarradio sin futuro de la geografía española, y eran rechazados por el humo de los automóviles y las prisas de los mercaderes. Luego, la ciudad cambió, crecieron en sus alrededores edificios como tumores de discriminación y desventaja, de nuevo en el extrarradio, en unas afueras que se poblaban de jornal demediado y prole creciente. Llegaban del extrarradio huyendo del gótico flamígero de las catedrales, para hundirse en el románico inverso de las ciudades-dormitorio, allá, en las fronteras de un Madrid demente que inauguraba el todo vale.
De nuevo, Umbral. Cuánto no batallaría el poeta, para que el polifónico canto de su Olivetti sonase en las tertulias del Café Gijón y en las redacciones de los rotativos. Así, hoy, igual, los inmigrantes, escabullendo el perfil mordaz de la ciudad en las barriadas del miedo, en los confines del hambre y el trabajo esclavo. Por eso se reúnen al calor de la tarde dominguera, en cualquier parque o calleja, a ralentizar su vejez con el antídoto del trago que, más que ahogar sus penas, sitúa estas en la cresta de una ola que, tarde o temprano, inundará las costas famélicas de nuestra civilización. Ha pasado el domingo. Los hay que regresan a casa, bamboleándose al ritmo de la borrachera y el cansancio. Otros inauguran el silencio que se instalará en sus vidas durante los próximos seis días.
Oscura piel de arcanos andinos, dermis azteca, tez bantú, migración silenciada que mañana acudirá al trabajo, si aún lo conserva, en manada de números no contabilizados. Cuánta poesía no habitará su silencio. Cuántas metáforas estrelladas contra la intransigencia de quienes sólo entendemos la poesía imbécil del capitalismo.
Somos la patrona de una pensión de miedo y silencio. Cual beatos feligreses, seguimos negando el origen de las especies. Olvidamos que Madrid fulgura gracias al fulgor nacarado de la sonrisa extranjera y migrante, y que si Madrid existe es por ellos. Porque, hoy como ayer, nada tan Madrid como las razas del extrarradio.
(El texto que antecede, es una variación de otro perteneciente a la sección Literaturas de Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), libro que tuve el honor de escribir junto a Claudio Ferrufino-Coqueugniot…
en homenaje a Francisco Umbral, sólo 10 años de su despedida y ya casi desterrado de la memoria cultural de este c, y a todos los que en él sobreviven, igualmente desterrados de la memoria colectiva)