Andrés Canedo / Bolivia
Cuando era niño, en Tartagal, si alguien moría en el pueblo, las campanas de la iglesia sonaban con sus toques pausados, graves, característicos. Uno podía ver o imaginar, los pasos lentos y dolorosos, de quienes llevarían al difunto. Así era el tocar por los muertos. Entonces, los adultos, averiguaban de quién se trataba, y por lo general, en las horas posteriores, acompañaban al cortejo fúnebre, a pie, hasta el cementerio que quedaba a pocas cuadras. Eso, ese sonar, claro, a mí me entristecía por unos momentos, y me recordaba que la muerte existía y me hacía temer, brevemente, que ese hecho irremediable e infinito pudiera sucederle a mis padres. Eran instantes, solamente, porque la vida desbocada, plena de sol, esplendía por toda nuestra infancia y además, yo, a los diez años, tenía el amor de Susana, rubia como la cebada, con ojos que competían con el más celeste cielo diurno, con sus manos que se amarraban a las mías, que me enseñaban la ternura y las primeras sensualidades, y solían protegerme de todos los maleficios. Porque cuando ella abría la puerta y salía de su casa para encontrarse conmigo, así fuera al anochecer, el día estallaba en soles, las aves se alborotaban en cantos con sus voces canoras y mi vivir, pequeño e inocente, se exaltaba en paroxismos de vida, en cabriolas de alegría. Porque en el umbral de alguna puerta cercana, mis labios y los suyos habían aprendido a juntarse y saber así de aquello que llamábamos belleza y felicidad. Porque, además, conversábamos de todo lo que entonces empezábamos a saber y soñar, y la muerte no entraba ni por asomo en esas conversaciones. Ella, hermosa como los campos de flores y las mariposas, era el nutriente que me consolidaba en mi transición de niño a adolescente. La vida carecía de obstáculos y maldades, y transcurría firme, sólida, segura hacia el mañana. Yo empezaba a aprender, eso que se llamaba amor y que colmaba mi pecho y todo mi vivir, como si el sol y todas las estrellas, se hubieran depositado en mí.
Un año después, Susana y su familia se fueron del pueblo, y yo caí de pronto en el primero de los desamparos. La noche había dejado de ser ese cálido y plácido espacio para descansar y soñar, fundamentado en la certeza del reencuentro al siguiente día, en un renovado resplandor. La noche se hizo oscura y los días amargos. Su partida, indirectamente, me enseñó de los iniciales terrores de la muerte, del abandono, de la privación. Desde los escombros de mi ser, la lloré largamente. Pero claro, el tiempo fue cumpliendo su labor de amortiguar las angustias, y el surgimiento de nuevos amores, digamos por ejemplo Cecilia, que me lanzó, ya más crecido, ya más complejo, al sabor de los besos completos, al descubrimiento por mis manos, del arcano de su cuerpo, todavía inmaduro pero suficiente, y finalmente a la deflagración desbordante del sexo, practicado en rincones escondidos, y también, en las salas siempre expuestas de su casa y de la mía. Ella y yo, habíamos aprendido a leer, a leer cosas buenas y que a veces sobrepasaban nuestras capacidades, pero que resultaban en intercambios de poemas disparatados pero sentidos; en actitudes plagiadas de personajes mayores a nosotros, como los de Bonjour Tristesse, como los de algunas películas venidas de Francia a las que entrábamos sobornando al boletero de un segundo cine que se había abierto en las lejanías del pueblo, ya que el mismo había crecido enormemente y las campanas de la iglesia ya no tocaban el son de los muertos.
Adicionalmente Cecilia, que siempre juraba que me amaba, solía intercambiarme con uno de mis amigos, el más querido, con el que por esa magia sólida de la amistad, solíamos no pelearnos, y entonces ella volvía a mí, arrepentida pero inocente, con su personaje de la “putain irrespectuese”, que le sentaba tan bien, y que siempre obtenía mi perdón. Poco tiempo antes, durante el proceso de preparación de mis manos hurgándole el núcleo al que quería penetrar (y ella ser penetrada), una tarde de aquellas su padre llegó intempestivamente (feroz, terrible, temible), y la madre de Cecilia que nos consentía, nos avisó del peligro. Entonces, ambas me escondieron dentro del ropero de mi novia, y yo pasé allí, largo tiempo, mientras el papá deambulaba por la casa y finalmente entró a ducharse. En ese lapso, diez, quince minutos, yo viví el terror a ser descubierto, sensación que rápidamente fue superada por la deliciosa conciencia de que estaba parado entre los vestidos de mi amada; que ellos, con su pudor de telas, ardían al depositarse sobre su cuerpo de fantasía, aquello que yo tanto anhelaba. El erotismo, con su vigor inigualable, superó al miedo y yo viví un tiempo de encantamiento. Finalmente, claro, pude escapar. A Cecilia, con el correr de los años la volví a ver varias veces, y siempre terminábamos haciendo el amor. Después, vino el tiempo de la universidad, y en otra ciudad nos encontramos, yo con mi esposa, que era otro ser auténticamente libre, y que ante las provocaciones de Cecilia, nos propuso que viviéramos los tres juntos, ya que parecíamos amarnos tanto. Es más, para corroborar su decisión, mi mujer nos dejó solos, a Cecilia y a mí, en la casa donde nos habíamos alojado, y a pesar del deseo enorme, de los impulsos ciegos de las gónadas, propias, distintas, pero unidas en su objetivo, no hicimos nada, y Cecilia terminó declarando con toda dignidad, que mi mujer, Rose Marie, nos había derrotado.
De Susana, sólo volví a saber años después, durante la universidad en que yo, claro, tenía el corazón a la izquierda, en uno de mis retornos a Tartagal. Allí, algunos amigos me contaron en voz baja, mirando hacia los costados para descubrir un posible represor (tanto era el terror de esos tiempos), que Susana se había hecho guerrillera y había muerto en un combate. Yo sólo pude reflexionar que ella había ido más lejos que yo, que su entrega, útil o no, había sido total. Entrega total, no como la mía, que más se parecía a la de un diletante. Imaginé el momento: ella, rubia de sol con ojos de cielo, disparando su fusil para intentar salvarse y construir el alba para los desamparados. Ella recibiendo los impactos de plomo ardiente que le robaron la vida; ella yéndose hacia el viaje último, viendo en el último instante la enorme cantidad de cosas que dicen que uno ve en el momento de morir, y que tal vez, en esa sucesión de relampagueantes imágenes, no estaba yo, al que ella, en la lejana infancia, le había enseñado a ver el cielo.