Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Walk on the Wild Side. Lou Reed. Francine baila desnuda en los altos de la calle Venezuela. Odalisca, mueve brazos como áspides de lengua larga. Pican, duelen, matan. La luna no entra por aquellos cuartos, la poética va a oscuras. Cortinas cerradas del lado salvaje. Percibo tus vellos azules, los pintó Franz Marc cuando moría. Lo recordaba Else Lasker-Schüler; lo llamaba “mi caballo azul”. Escribe ella sobre su piano azul:
Tengo en casa un piano azul
Aunque no sé ninguna nota.
Está a la sombra de la puerta del sótano,
Desde que el mundo se enrudeció.
Tocan cuatro manos de estrella
-La mujer-luna cantó en la barca-,
Ahora bailan las ratas en el teclado.
Rota está la tapa del piano…
Lloro a la muerta azul.
Ah, queridos ángeles, abridme
-Comí del pan amargo-
A mí con vida la puerta del cielo-
Incluso contra lo prohibido.
¿Dónde está ahora hoy que nieve y árboles rotos mi muerta azul? César Vallejo pregunta por su capulí; yo demando ver aquel cuerpo índigo de Jawlensky. Ágata en la noche de los cánticos fascistas; zafiro de la mañana levantándose sobre inmundos efluvios de alcohol. Muere este año, muere la llamada humanidad. Camino de la tumba necesito recordar que había color, que el cielo se extendía desde las uñas de tus pies ingleses hasta tus ojos italianos. Te recuerdo mientras escribo a otra mujer. Los nichos no se tocan. Ven, camina por el lado salvaje, por mi lado salvaje donde ya no duerme el cuchillo de los asesinos, la adarga del castigo, la lanza de los lansquenetes.
Me apoyo en Lasker-Schüler, muevo su mano: “Y la nube de la noche se bebe
mi profundo sueño de cedro”.
¿Eres la sulamita? ¿La mujer tranquila agobiada por mi espanto? Me responde Else:
Y yo me consumo
con floreciente dolor de corazón
y me desvanezco en el espacio del mundo,
en el tiempo,
en la eternidad,
y mi alma se extingue en los colores de la noche
de Jerusalén.
Tal vez Berlín, tal vez Odessa, o incluso la triste somnolencia de la oscuridad cochabambina. De Cochabamba fuiste a Londres; luego a Leeds. Todavía te perseguí en un barco irlandés, en La Habana vieja cuando trabajaste para el Foreign Office. Después el silencio que piernas y sexos tenía y tuvo y tiene y tendrá, pero algo de silencio, esa acumulación de muertes que traen los amores idos. Donde no caben sudores. Nichos que no se tocan. Todavía suenan los Kinks en mi radio, aún 1965 persiste. A pesar de la muerte, del año que perece con multitud, de armagedones sucesivos, todo late; parece un corazón a la intemperie. Sangra, nunca deja de sangrar; se burla de la sequía del fin. Hablamos de apocalipsis y estamos tan vivos que se hace retórica. No eres santa pero eres bendita, mi muerta azul, movediza como los cielos de Vitebsk, única y propia, como tal eterna, privada.
Toco tres veces en tu homenaje Walk on the Wild Side. ¿Dónde dejaste la ropa? Ojalá que jamás la encuentres. No morirás de frío, el frío no toca el azul. Entre los dedos diría que llevas flores, pero también hojas de afeitar como los rateros de Caracota. Un beso aquí, una daga allá. Me desangro como cochinillo en matadero. Todavía no sé amar pero conozco morir, y mejor conozco resucitar sin ser el Cristo de las alucinaciones.
Te escribiría un poema pero sigo analfabeto; sin embargo lo sabes, quizá mejor que nadie, sabes que esta sombra trashuma entre Dylan Thomas y rosadas pepitas de molle, que tira dados de Mallarmé mientras olisquea eucaliptos entre grises y azules. Nostálgica Inglaterra, lo dije cierta vez. Pero, perdona, te amo mas debo terminar otra carta de amor ahora que obtuve rudimentos de lenguaje y anoto letras como runas de picapedrero.
Termina la poeta judío alemana:
Me traen lejanas manos a casa
Un piadoso ramo de hoces amarillas.
La manecilla anda silenciosa por la esfera
Del reloj de sol, que oro de mi vida tiene.
Día soleado de nieve pesada y ramas que caen cargadas con festejante ritmo de banda.
Imagen: Alexej von Jawlensky/Cabeza en azul, 1912