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Pérdidas

Andrés Canedo / Bolivia.

Cuando ella se fue, se fueron los sueños y también la carne, donde mi carne revivía. Quedé tan perdido, tan sin eje, tan sin razón, y sin otro sentimiento que el dolor. Caminaba por las calles, como un autómata, mirando sin ver, sintiendo sin sentir, oliendo los rastros de su piel, sin que ella esté presente. Caminaba sin tiempo porque tenía todo el tiempo. Me habían despedido de mi trabajo, seguramente al advertir mi extrañamiento, o más bien, despersonalización. Y la ciudad, que solía tener tanto para ofrecerme, entonces era una nada por la que yo me deslizaba.

Un día de esos, me encontré con Julieta, la mujer de mi amigo Ramón, que andaba igual que yo, porque había sido también abandonada. Linda, dulce Julieta, parecía la sombra de la sombra de sí misma. Claro, no podía ser de otra manera y nos contamos abundantemente, repetidamente, infinitamente, nuestras cosas. Y sin pensarlo, nos fuimos acompañando, como dos soledades imposibles de cambiar, pero que están una, al lado de la otra. En el salón casi vacío, de la casa que Julieta y su hombre perdido habían alquilado, solíamos recostarnos en el piso, una junto al otro, intercambiando monosílabos o a veces, largos diálogos, en los que tratábamos de reconstruir, de entender, nuestras propias historias. Todo era vano, todo absolutamente inútil. Estábamos perdidos, abandonados por la vida, que apenas latía en nuestros cuerpos para darnos conciencia de que estábamos casi muertos, que sólo subsistíamos para preguntarnos y recordar. A veces, el dolor era tan fuerte, que se mezclaba con un poco de deseo. Ella y yo sentíamos lo mismo, estoy seguro. Yo tenía la sensación, la imagen mental se me presentaba, que de pronto me levantaba, me apegaba a ella, le subía el vestido y que hacíamos el amor, de manera tumultuosa. Pero, me quedaba quieto, claro, y desde mi posición la miraba, y encontraba que ella estaba mirándome y sonriéndome, ofreciéndome su cuerpo sufriente. “Ven, aquí estoy”, parecían decir sus ojos. “Ven, sálvame por un instante, que yo también te salvaré”. Lo veía, claro, desde esas honduras en que los lenguajes son todos nítidos y reconocibles. Pero ella tampoco se levantaba, tampoco se abría a mi fantasma que podría penetrarla. Sin embargo sabía, que en medio de los grandes cataclismos, la carne produce soles momentáneos. Entonces, así, echados lado a lado, nos tomábamos las manos, que ya no estaban frías como en los primeros días, sino ardientes, suaves, predispuestas a las caricias que tal vez podrían terminar en un nuevo padecimiento, otro sufrir, sumado al de la ausencia. El hecho es que por algún secreto impulso de adentro, decidimos mantenernos puros en nuestro dolor, en nuestro puro dolor.

Eso duró como un mes, y luego nos fuimos alejando. Debíamos seguir buscando solos el remedio o el placebo para el misterio de las pérdidas. Creo, aunque no estoy seguro, que hicimos bien en no habernos poseído. Tal vez los cuerpos, que son el reflejo del espíritu, pudieran haber disociado su esencia de carne vibrante, y el placer sentido, hubiera revelado la realidad del gozo transitorio, pero también habría manifestado una verdad certera, porque yo amaba a la que se había ido, y ella amaba al que la abandonó. Hoy todavía me pregunto, y supongo que ella también lo hace, si no nos equivocamos en no haber dado rienda suelta a ese impulso, a la posibilidad de florecer en flores que se marchitarían apenas al nacer, pero flores, al fin. La volví a encontrar después de un año, en una reunión de amigos comunes, ella, con su nueva pareja, yo, con una mujer accidental. Nos miramos, no ocultamos a quienes teníamos al lado. Pero caminamos el uno hacia el otro, y nos abrazamos hasta dentro de las almas, hondo, muy hondo, sin decirnos nada. Hermanitos del sufrir en un pasado, que todavía proyectaba sus sombras en ese actual devenir. Habíamos logrado, al menos, aprender a colocar parches en nuestras almas, con nuevos y efímeros seres. La vida había continuado, bien o mal, pero el tiempo seguía avanzando en nuestros cuerpos, en nuestras esencias.

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