Andrés Canedo / Bolivia.
Tal vez no me di cuenta mientras estuvo aquí, a mi lado. Seguramente fui tan idiota, tan pagado de mí mismo, tan inconsciente, tan egoísta. Claro, siempre había entendido las relaciones hombre-mujer, como un juego en el que de lo que se trata es del sexo; el sexo puro, gozoso, sin complicaciones. El amor, sabiendo por relatos ajenos de sus enredos y dificultades, para mí era inexistente, ajeno a mis esperanzas, algo de cuentos de hadas.
La conocí en aquel café al que yo asistía todas las tardes: su rostro hermoso, sus labios de fábula, su mirada que prometía cielos e infiernos. Más hacia abajo, sus pechos pequeños que cabían en la palma de la mano, revelados por la inocente indiscreción de su polera liviana y corta, que revelaba más hacia el sur, su cintura estrecha, morena como toda ella. Y finalmente, mirando hacia el precipicio, sus muslos y piernas perfectos, que la falda pequeña dejaba ver. Y como remate de todo, sus pies de ensueño dentro de unas sandalias perfectamente exhibicionistas, impúdicas, diría. Casi no conversamos. Me enteré sí, de que se llamaba Roxana, que estaba en el último año de arquitectura, que le gustaban la buena música y la lectura. Todo dicho así, con frases cortas, como sin importancia. Su mirada, directamente a mis ojos, me quemaba como el cielo con arreboles, se me metía hasta las tripas, recalaba en mis gónadas, las hacía ebullir, alborotarse. Claro que esto último no era nuevo en mí, más bien, era habitual ante los ejemplares femeninos que solía cazar con relativa facilidad. Pero de una cosa estaba consciente: esta vez, era más, más intenso, más flamígero; en una palabra, era más.
Nos fuimos a mi apartamento, ese lugar que no tenía nada de exquisito, pero que estaba perfectamente entrenado para mis citas eróticas, pues había aprendido a generar una atmósfera propicia: la cama experta en decenas de adaptaciones a las formas y la pasión de los cuerpos, la ventana que de día o de noche, filtraba la luz exacta, un pequeño sofá, especialista en complicidades. Roxana se me entregó con vocación de hembra; era tan mujer, que me pidió una segunda y una tercera vez. La prisión en el remate de sus muslos de fuego, era una caverna húmeda y muy estrecha, que me hacía sentir, aunque no era verdaderamente así, superdotado. Sus contorsiones, sus estiramientos y relajaciones, su sentido del ritmo absoluto, como un músico bien entrenado, que marcaba compases, bemoles y sostenidos, y seguía con precisión y en el tiempo exacto, cada nota de la melodía. Podría afirmar que, con ella, siempre hicimos música, que inundamos el dormitorio de cadencias, y que, gracias a ella, el cuarto dejó de ser un hechizador de féminas descuidadas, para convertirse en un auditorio en el que el orfeón de nuestros cuerpos ejecutaba todas las sinfonías.
Volvió al día siguiente, y luego el próximo, así durante casi siete meses. Yo me volví monógamo, pues ella colmaba totalmente mis pulsiones; no necesitaba nada más, nadie más. Sentía que con ella, había alcanzado la perfección del sexo, todas las cimas y simas, los abismos absolutos. Pero ella, ya al tercer día me dijo que me amaba. Yo, ahora lo entiendo, por la mutilación de mi vida y de mi espíritu anteriores, no estaba capacitado para aceptar eso. Entonces, claro, y lo hice durante los casi siete meses, le respondía que yo no la amaba, que ella para mí era una perfecta compañera sexual, pero sólo eso. Sin embargo, percibí desde la primera vez, que algo en sus ojos se apagaba al oír mi respuesta. Y esa leve oscuridad se fue haciendo mayor con el crecer del tiempo. Claro que los encuentros en la cama, en el sofá, en el piso, en el baño, en la pequeña sala, nunca disminuían en perfección ni en intensidad. Finalmente, un día, me dijo que esa había sido la última vez, que ella no podía continuar sin mi amor, que quería conservar, aunque sea, los retazos de su dignidad. La vi partir, no sin tristeza en aquel lugar de mí mismo, que yo tenía como alma. La observé caminar por la calle desde la ventana, y a pesar de su postura erecta, noté que un peso enorme le curvaba el espíritu, que un aura de desamparo, irradiaba desde su figura alejándose por la calle.
Intenté con otras mujeres, pocas, y ninguna me llenaba. Yo mismo, estaba vacío, como una casa a la que entraron los ladrones. Siempre, cada vez, algo en mí buscaba a Roxana. No sólo eran caderas o muslos distintos; era como una luz que me había abandonado. Era la inexpresable emoción que estaba ausente, ya no la del sexo, sino algo más, más profundo, más fundamental, más intenso. Supe así, que sin asumirlo, la había amado. Supe, de esa manera, lo que era, lo que es el amor. Ahora, ya es tarde. Me dijo, alguien que la conocía, que se había ido de la ciudad, que no sabía dónde. Supe, confirmé, que mi mutilación era mayor, y que sería así para siempre. En cada atardecer, desde la ventana de mi habitación de soltero ya pasado de tiempo, contemplo los esplendores rojos del atardecer, y en el cielo lejano me parece percibir su rostro. Y claro, eso no es consuelo. Entonces, como cada día, me apresto a vivir la noche solo, sin Roxana, sin mi amor, sin vida.