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Pasé por el campo de sangre

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Anna, en Sumy; Ekaterina en Kharkiv; hasta Irina en Poltava, esperan ver tropas rusas. El cielo rosa pesa igual a rastro de cometa caído. Recuerdo la larga travesía entre Kiev y Jarkov. Planicie de tierra negra. Casas campesinas construidas todas más o menos bajo un mismo patrón pero coloreadas según el amo. Líneas de bosque en lontananza. Atravieso campo antiguo, pasarían Alejandro y Jerjes; hasta aquí llegarían noticias de Ilión y los escitas se acercarían a lidios y tracios para saber de la matanza. Se detiene el bus y me aproximo a un meadero que no desmerecería los peores de Quillacollo. Pero la brisa llegaba fresca porque corría por cientos de kilómetros libre de obstáculo.

Vi tanques en Kharkiv, justo enfrente de donde desayunábamos, ¡a las ocho de la mañana!, ostras en hielo. El limón parecía hervir e imagino que los animales se movían dolidos por el chorro de fuego. Fui cauto y ordené un prosaico huevo revuelto con jamón. La parafernalia del restaurante rememoraba las casas solariegas de Gogol y Turgueniev. Juegos de té con decorados pastoriles. Cargado, casi churrigueresco. Cortinajes y alfombras, algo del oriente, escenarios de la ópera. ¿Fue té o café, o vino helado y blanco? Tenue frío de otoño, en taxi hacia el parque Gorky. De lejos veo una estatua ecuestre y reconozco un pequeño busto de Nikolai Vasilievich, con un corte de cabello que lo hace contemporáneo de Brian Jones.

De la cumbre de la rueda Chicago contemplo la vieja capital de Ucrania, ciudad donde se combatió de ida y vuelta con encono en la llamada “guerra patria”. Kharkiv, Kharkov, Jarkov, era la joya de la industria soviética, y el gran paso hacia el oriente del Volga, Astracán y Bakú, el petróleo y el triunfo alemán. En la galería de espejos choco la cabeza repetidas veces, me distraigo con las caderas en pantalón negro de mi acompañante. Estira el brazo, guía al viejecillo por el laberinto con manos frías y jóvenes, uñas largas pintadas de rojo, su piel y la mía como traje de arlequín.

Pasaron tres años y ya alisto maletas para desembarcar en Cherkasy. Extraño mucho el Dnieper, río que parece mi madre, aguas que me enseñaron a leer y soñar y de las que nunca pude, ni quiero, liberarme. Cherkasy, tierra rebelde de cosacos y labriegos, como primer paso para esta vez recorrer desde las estribaciones de los Cárpatos a la región sudeste asolada por el conflicto. Y de Chernobyl hasta las fortificaciones que cerraban el paso a los tártaros de la Dobrujda. Campos de sangre, eternos campos de sangre, con jinetes allá y acullá, emires y pashás, atamanes y castellanos polacos, rusos que desde el siglo XVII angurrian el preciado trofeo. Khmelnytsky y Tugay Bey en el pincel del gran pintor polaco Jan Matejko.

Aquí las mujeres acunaron a sus hijos, así vinieran ellos de la violencia, y preservaron la sociedad en un mundo donde el abono común era carne de hombres y caballos. La mujer crea, y preserva, la sociedad mientras el varón baila con sables con la más pérfida de las parejas. Eso vi, y admiré, en Ucrania, la solicitud, rayana en exageración, de las madres a los hijos. En cada una de ellas, por moderna que fuere, estaba ese manto protector contra la Horda. No he visto igual en ningún lado. Madre hay una sola, cierto, y estas de acá son especiales.

Marco el teléfono a una hermana que no contesta, embobada por un juglar de calle de un cercano oriente; ni Líbano ni Siria, oriente que dicen, sino de Beni con ríos de paiches gigantescos y letrinas abiertas corriendo por el centro de sus villas. Ajusto el dial mientras decido en música por turriles musicales trinitarios o tristes vidalas para desintegrar el alma.

Campos de sangre. Cruzo un oblast y otro, de Poltava a Kiev. Multitud de arbustos y hierbajos. Yuyos, decía mi madre. Pienso, cuando no miro mi teléfono. Los buses de Ucrania tienen su propio internet, lo que es muy práctico. Trato de evitarlo, de pegarme a la pantalla, excepto si se trata de mujeres a las que notifico que ya llego, que tengo largos bigotes de hetman, cabello negro y barba blanca. ¿Qué hacemos con esta barba?, comenta Ekaterina. La sigo por entre los espejos, sus piernas se multiplican, sus piernas son la hidra de Lerna, extremidades de medusa, pulpos cabezones de Vigo. Kharkiv es una bella urbe aunque las haya visto mayores. Me toman de la mano, no sea que me llegue la muerte moscovita, absurdo sería cuando después de treinta años de matrimonio me desposo hoy con la vida.

Partiré cerca de mayo, supongo, y el periplo durará dos meses, calculo. ¿He de ver guerra o guerra no habrá? Putin es un loco malo. Razones da, tantas y muchas, pero un historiador diletante podría refutarle sin esfuerzo. Es cualquier zar a pesar de que desea ser Lenin, o el Terrible, o Nevski, o Rurik escandinavo y aglutinador. Tirano calvo y pequeño, millonario pero no gigante. Napoleón sin el bicornio.

Cuando pasé por allí ya había sucedido lo de Donetsk y Luhansk. También lo de Crimea. Por eso los soldados por las calles, los tanques enfrente del desayuno en el centro de Jarkov. Siendo pesimista parece una suerte sin blanca. No sé. ¿Ha de impedirme viajar? Si lo prohíben. Lástima, porque quiero ir a Rusia. Hay lugares anotados en la memoria desde siempre, hasta la misma Stalingrado que antes desdeñaba pero cuya historia me ha fascinado en sangrientos detalles. La estepa parece aburrida pero quién sabe qué esconde el pastizal. Huesos, festín de mortero. En lugar de tormenta de truenos, un bajo profundo del Kubán, Ilya Meleschenko, inicia los tonos de Banduru.

Barqueros del Volga. Cantan inmemoriales. ¿Bajan al Caspio o suben a Kazán? En cierta imagen de cine miembros de la Nomenklatura entonan Stenka Razin. De ahí hasta el infinito este, por las huellas de Yermak, por la tundra y el recuerdo de la soledad de los Decembristas. A los que no ahorcaron, ese 1825, los enviaron a Siberia a donde siguieron a sus esposos damas elegantes de alcurnia. Cuenta E.H. Carr que los niños Herzen y Bakunin juraron honor a los rebeldes en la colina de colgantes despojos. Pero me vuelvo, por ahora, domo la mente de este potro infernal y recurro a un modesto bus de veinte metros de largo y escribo. Saco fotos, ellas son documentos que guardan cientos de palabras en cada imagen. Salto la frontera que Putin clama inexistente y retorno al solaz de mi cuarto de hotel. En una gasolinera devoro un hot dog de un pie de largo. Enciendo el televisor, no entiendo nada, pero eso agracia la odisea, reconoce que lejos estás de tu guarida y que sin embargo el panorama se ensancha. Líneas de árboles siempre a lo lejos; cerca del camino toda tierra roturada, oscura como el limo de la nefasta cloaca cochabambina llamada Serpiente Negra. Aquí crece centeno, allá arrastra andrajos y corren ratas.

Bebo kvass.

Bulbos de iglesias ortodoxas en el transcurso. Simples, locales, no Kremlins afanosos de gloria sino refugios tal vez de fe. Salí de cerca de los mercados de Odessa hacia norte y oriente. Un salado pez seco quitaba del paladar el dulce de los postres que vinieron con café. Sabroso pescado de muertos ojos. No viene de Azov sino del mar oscuro a pocos pasos, mar que he de explorar hasta llegar a las costas de Rumania. Quiero tropezar con gitanos pululando en el delta del Danubio. Otrora lo hacían en las marismas de Bucarest. He visto en video cómo atrapan peces con la boca. En ellos la comida mueve la cola e intenta escapar. En mí, un arenque disecado se escurre por la garganta con un litro de cerveza. El viaje que comenzó, pero aún está en inicio, hierve un té rojo de hierba sangre.

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