Cuando fui a la escuela de mi hija de 11 años en uno de los barrios populares de París, quedé conmovido con una placa colocada en una de las paredes de la entrada principal. En ella estaban grabados los nombres de 21 niños judíos que fueron tomados presos por la policía cómplice de la ocupación nazi en Francia entre 1942 y 1944 y luego asesinados en Auschwitz. A cada nombre le acompañaba su edad; el mayor, de 17, el más pequeño de 7 años. El texto introductorio recordaba los más de 11.400 niños deportados en ese periodo, 700 fueron del distrito donde está la escuela. Al final un lema: “no los olvidamos jamás”. Puedo imaginar aquel momento dramático. Los gritos, las ausencias, los llantos. El vacío en las aulas, los pupitres sobrantes.
Luego en los tantos tránsitos urbanos me encontré con anuncios por toda la ciudad que recordaban lo sucedido. Los fusilamientos en tiempos de guerra, las deportaciones, la resistencia de la Comuna de París y tanto más. Parece que las autoridades entendieron que la memoria de una nación no solo debe llenar libros y museos, sino estar en contacto directo con la gente, con quien atraviesa por una calle décadas después de algún acontecimiento. Se trata de no olvidar, de dejar el sello de la historia en nuestras ciudades. Así, cualquier paseo es educativo, basta detenerse a leer los múltiples recordatorios para dar cuenta de lo que antecedió.
El paisaje urbano parisino también se nutre de otras imágenes no oficiales. Abundan grafitis, inscripciones, dibujos más o menos sofisticados -también publicidades, claro, pero no son asfixiantes-. Una de las expresiones que más me gusta es la interacción de transeúntes con las publicidades del metro. Mientras que la propaganda pretende convencernos de tal o cual producto, destacando sus virtudes y llevándonos a un mundo de fantasía, la gente reacciona anárquicamente inscribiendo, con plumón, alguna marca que reinterpreta, discute o interpela el contenido. Así, si un afiche destaca las características físicas del modelo, no falta quien pone la palabra “sexista” y así adelante.
En suma, caminar y mirar, es una oportunidad para apreciar la densidad de la historia en la vida urbana. Una experiencia que bien podríamos replicar en nuestro país.