Guillermo Almada
Aquella tarde, mirando el paisaje desde la ventanilla del autobús, recordó que cuando había nacido, la luna peinaba la cresta de Los Andes, y su madre lo llevaba al patio todas las noches para que la viera. Con la creencia de que eso lo haría dormir tranquilo toda la noche.
Era una casa pequeña, de dos habitaciones, paredes de barro, una higuera en el frente, que proveía fruta dos veces al año, y atrás, la huerta, donde maduraban las verduras para el cocido.
Mientras crecía, tuvo la suerte de que, el ministerio, inauguró una escuela primaria en el pueblo, donde su madre encontró trabajo como maestra de los años inferiores. Cuando ya tenía los doce años, por un plan regulatorio, se permitió a la escuela, la ampliación para la educación media. Así que sin moverse del pueblo completó los estudios primarios y secundarios.
Ese verano consiguió trabajo en la proveeduría, ordenando el almacén y la bodega, recibiendo a los abastecedores, y reponiendo los faltantes del salón de ventas. Lo hacía con gusto, con felicidad. Se había ganado el afecto, no solo de los dueños, sino también de los compañeros.
Hay como una especie de norma que se adivina en la vida. Una regla que dice que cuando todo va bien, cuando todo marcha sobre ruedas, la vida misma, que es caprichosa, hace que algo suceda interfiriendo ese estado. Como pruebas. Como exámenes. El problema aquí es que la vida te toma el examen para recién después darte la lección. Y ese verano, a diferencia de otros, al encontrarse con su amiga Nazira, sucedió lo inesperado, el amor. Y sí. Porque el amor sucede, no se puede evitar. Se puede callar, ocultar, ignorar, pero es inevitable. Y a veces, la mayoría, es impostergable.
Así las cosas. No se postergaron, y decidieron amarse con urgencia. Ella se preguntaba, a diario ¿Cómo fue que no lo vi? Y él pe preguntaba a ella ¿Dónde estuviste todos estos años? Y comenzaron a compartir los momentos libres. Caminaban de la mano hasta perderse con el paisaje, se prodigaban besos y caricias al estilo de los amantes. Y se prometían lo inexistente, la eternidad.
Don Blas era un buen hombre pero ambicioso. Y tenía la pretensión de trasladar ese sentimiento a su hija, su única hija. Que, por otra parte, era lo único que la quedaba. Y aunque sabía que el muchacho era buena persona, consideraba que Nazira tenía condiciones para conseguir un pretendiente de una mejor escala social. Y había comenzado a inquietarle que la gente, en el pueblo, lo felicitara por la relación de su hija y el chico.
Consecuentemente intentó razonar con la chica durante la cena, lo que terminó en una discusión muy fuerte con reproches incluidos. Los gritos fueron tan estridentes, que el capataz de Don Blas, conocido como “Roña”, por su aspecto, que no estaba en la sala, había escuchado el total de la conversación; y cuando Nazira se retiró del lugar, se acercó a preguntarle a su patrón si necesitaba algo. Tal vez esperando alguna orden que no fue dada.
Nazira nunca le contaría a su novio la existencia de esa conversación. Viviría el momento así, como la vida se lo había presentado y disfrutaría al máximo de esas horas mágicas, juntos.
Sin embargo, el Roña, estaba dispuesto a ayudar a su patrón, que parecía no saber de qué modo actuar ante esas circunstancias. Reunió un grupo de tres muchachos y esperaron que dejara a la joven en su casa, y en el camino de regreso lo emboscaron y lo golpearon salvajemente. A tal punto que debieron internarlo. Una semana estuvo en el hospital. Su madre lloraba desconsoladamente. Su novia iba todos los días, de mañana y de tarde, a visitarlo. Cuando recuperó la movilidad y le dieron al alta, lo citó la policía. Al único que podía identificar era al Roña, porque era al que conocía. Pero no dijo nada. Guardó el secreto.
El que no se guardaba nada era el mismísimo capataz. Dos defectos lo destacaban, era fabulador y le gustaba beber de más, y por lo general ambos defectos se encontraban seguido en el boliche, e iban de la mano, y cuando relataba escenarios fantásticos la gente se reía y punto, no pasaba de ahí. Pero aquella noche le dio por decir que su patrón le iba a dar unos buenos pesos a quien lo acompañara a hacer un trabajito. Los mozos se prendieron por la paga, y al ver que demoraba en llegar, comenzaron a apretarlo al Roña, y este, a mentir las excusas.
Y un día, tempranito en la mañana, la cocinera, que era la primera en llegar a la casa, dio un grito desgarrador, que se escuchó en todo el pueblo, al encontrar los cuerpos del Roña, afuera, y Don Blas adentro de la casa. Fue tremenda la conmoción en todas las esquinas. Entonces los dimes y diretes, y las fabulaciones y los relatos, se transformaron en evidencia. Circunstancial, dijo un abogado. Pero el juez, preventivamente, ante las declaraciones del único testigo que declaró, que por órdenes de su patrón, debía golpear al novio de la chica, decidió encerrar al único sospechoso.
Y a la tarde lo llevaban en el autobús de la penitenciaría. Ya estaba cayendo el sol, y él, desde su ventanilla recordaba cuando su madre lo hacía mirar la luna para que durmiera mejor.
A los poquitos días recibió la visita de las dos mujeres que más amaba, pidiéndole que tuviera paciencia y esperanza. Esas mujeres que él debía defender, pensaba, son las que están luchando por su libertad. Las que jamás dudaron de su inocencia. Y las que se aferraron a su palabra para defenderla a rajatabla.
Las cosas sucedieron como debían suceder. El único testigo resultó ser uno de los golpeadores, que se quebró y contó que había, querido cobrar un dinero que le habían prometido por el trabajo, una paga inexistente, y terminó delatando los otros nombres.
Nazira heredó y se quedó manejando los negocios de su padre. La madre del muchacho siguió viviendo en la casita de la higuera. Él y su novia se casaron y habitaron una casita lindera. Volvió a la proveeduría y recuperó el puesto que tenía, no quiso más.
La vida no es una cuestión de premios y castigos, sino de consecuencias. –