El teleférico de La Paz ha devenido en una buena metáfora del Estado Plurinacional de Bolivia. Es el más largo del mundo, 32 kilómetros; es decir, su prolongación ha dejado por debajo a cualquier eventual competidor. No por casualidad, Evo es también hoy el Presidente con mayor tiempo de permanencia en la plaza Murillo.
Luego, el transporte por cable ha sido puesto en pie por contratación directa, no por licitación. Para que existiera y jalara han bastado una ley en enero de 2015, un par de decretos preferenciales y un préstamo gordo del Banco Central. Gracias a ellos, con entrega “llave en mano”, una sola empresa, la austríaca Doppelmayr, se ha encargado de todo. En paralelo, el actual gobierno se ha convertido también en un paquete cerrado, fruto jugoso de la mera delegación.
Y ahora, lo más prometedor, sus efectos sociales son amplios y contundentes. El teleférico de La Paz es, igual que el de Medellín o Caracas, un vehículo de integración de las clases y los segmentos diversos de la sociedad. Gracias a él, un vecino de El Alto puede llegar en cuestión de minutos a los emporios comerciales de la llamada clase media en la zona sur de la urbe. En su trayecto, desciende acompañado de heladeros, frituras y bocadillos.
Así también ha resultado el régimen actual, cómo negarlo. Cientos de familias antes excluidas pasean hoy sus éxitos materiales sin restricciones de espacio. Sus hijos colman las universidades privadas, los aviones, los salones de fiesta y todas las galas de dentro y de fuera del país. Sólo los aristócratas se quejan por ello; nosotros lo celebramos.
En Medellín, Colombia, los viandantes de los barrios altos, enclavados en los cerros, desde donde ni siquiera se divisaba el centro, circulan ahora por el Metrocable en vertiginoso aterrizaje en una ciudad a la que reconquistan cada día. En las cabinas se mezclan con turistas y curiosos, alrededor de las relucientes estaciones florece la seguridad y se pulveriza el miedo al contacto.
Lo mismo quiso hacerse en Río de Janeiro, donde, entre 2014 y 2016, las favelas de dos montañas se conectaron con la ciudad del Mundial de fútbol y las Olimpiadas. Hoy, aquel teleférico del peligroso Complexo do Alemão está paralizado. El gobierno del Estado de Río ya no quiere subvencionarlo. Es una oportunidad perdida a un precio de 38 millones de dólares por kilómetro tendido; otro desperdicio en el Brasil de Odebrecht y Lava Jato.
En efecto, poder moverse desde un barrio lleno de miseria y balazos en una cabina originalmente diseñada para millonarios aficionados al esquí alpino dignifica. El teleférico ha hecho de la periferia el centro y el acortamiento de las distancias geográficas ha ayudado también a comprimir la sociedad. Aquellos que huían de los ámbitos mundanos para erigir sus castillos rodeados de alambre de púas han sido galardonados con nuevos e inesperados vecinos. Milagros sociales del cable.
Hablemos ahora del costo. ¿Hemos pagado lo justo? El teleférico de La Paz es tan metáfora del Estado Plurinacional de Bolivia que, por ejemplo, la oposición lo ha visto pasar sin aplicarle ni un sólo milímetro de fiscalización. Doppelmayr no tuvo que competir con ninguna otra empresa, y las hay en casi una decena, para quedarse con un cheque de más de 700 millones de dólares en La Paz. Una reciente licitación en la ciudad de México, declarada desierta este mes, ha probado que la constructora austríaca es la más cara en este rubro. Mientras Dopplemayr ha propuesto para el Distrito Federal un precio de 19 millones por kilómetro edificado de teleférico, la italiana Leitner, que ha puesto en pie los sistemas de cable de Ankara, Cali o Ecatepec, sólo pidió 13 millones. ¿Quién no quisiera ahorrarse 56 millones de dólares en este mundo de infinitas necesidades insatisfechas?
Pues resulta que Doppelmayr le cobró a Bolivia 23 millones y medio de dólares por kilómetro construido, como lo demuestra un cálculo simple y lo corrobora un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo. Sólo el teleférico postrado de Río de Janeiro es más caro que el de La Paz.
¿Por qué pagamos 128 millones de dólares más que lo que la misma Doppelmayr quiere cobrarle a la ciudad de México?, ¿será que, ingeniería mediante, bajar de Cuautepec a la estación de metro de Indios Verdes tiene que ser más barato que hacerlo de Ciudad Satélite a Irpavi? Pero lo que es más inquietante, ¿por qué México acaba de rechazar el precio de Dopplemayr por excesivo y nosotros lo aceptamos, vía ley, y decretos, a pesar de haber sido 17% más alto?
Rafael Archondo es periodista.