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Paga porque paga

Óscar Seidel

Sentados en el bar El Paraíso, los dos extranjeros recordaron la época en que llegaron al puerto de Buenavista, cuando ya había pasado la guerra civil en España, y no se habían ido los franceses del Líbano. Con los primeros tragos, vino a sus memorias las pocas mercancías que trajeron a vender, y las dificultades que pasaron con la aduana nacional para que no se las confiscaran. El libanés traía de novedad el paño ingles marca León y Campana, y el asturiano pretendía vestir a los porteños con pana gruesa especial que había alcanzado a negociar en el último otoño. No sabían lo difícil que iba a ser vender dichas telas en la humedad y sopor del Pacifico. Atrás habían dejado a sus familias; no podían regresar por ahora, menos en esa época en que se vislumbraban vientos de una segunda guerra mundial. Su entereza y conocimiento de la plaza, hizo que los dos comerciantes prosperaran: ya habían aprendido que en el trópico se vestía de lino blanco.

Ambos eran solteros, no se conocían, y solo tenían referencia de la mutua competencia comercial. Con el tiempo, a través del Club de Naipes de Buenavista se volvieron amigos y compinches de parrandas. La tacañería era también una endemia que padecían; les decían que los dos conformaban la Legión Extranjera de los bolsillos más lentos del puerto. Tenían inundada la ciudad con la cantidad de vales cruzados que hacían semanalmente.

Hacia la medianoche, en el bar El Paraíso, a la hora de pagar la cuenta, ninguno tenía plata. El dueño del establecimiento para no hacerlos avergonzar delante de los otros clientes, les dijo que avalaran la deuda con su firma. Ninguno de los dos quería estamparla. Al final, el asturiano dijo que lo rubricaba, pero si lo escribía en la puerta de entrada. A los días fueron a cobrar la deuda, y el asturiano negó haberlo hecho. Le recordaron donde lo había firmado, y también lo desmintió. El mensajero regresó  y le contó al propietario la respuesta del deudor. A la mañana siguiente, un desfile con la Banda Pelleja paralizó el puerto: lo encabezaba la puerta desprendida del bar, el juez del circuito y el notario único, todos con destino al almacén del asturiano, quien al ver semejante prueba, torció la boca en un rictus de total amargura.

Muchos pero muchos años después, yo estoy en una taberna acompañado del hijo del asturiano, quien acaba de contar esta historia. Quiero salir del sitio porque pienso que el vástago va a firmar un vale. Me tranquilizo, pido otra tanda de cerveza: acabo de ver que la puerta es de acero, y no podrá estampar su firma.

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