Maurizio Bagatin
En los pueblos hay más creatividad. Contaban después de la guerra de aventuras que tal vez eran solamente fantasías, pero eran tan bellas a escucharse que le creíamos y de ahí nos inventábamos las nuestras. Una verdad construida de una imaginación. En este mes iniciaba la romería, romería de parientes, de los que venían para ver la huerta, llevarse el vino y los embutidos que seguían colgados en el entretecho de las casas. Hoy se hace películas de estas historias, algunos escriben novelas, otros hasta propaganda política. Junio era el verano, el escozor del maíz en todo el cuerpo, una ruptura con la inocencia, el placer del juego que rompía sus barreras. La línea de sombra. Junio, la poesía de las amapolas rojas y de las ultimas luciérnagas, la nostalgia del campo y de aquella piel acariciada por primera vez.
Retornábamos con el primer temporal. Seguían contando historias inverosímiles, era como si la memoria oral fueran mil libros. El tío se inventaba, la tía aumentaba, todos aportaban una mentira sincera, nuestro realismo mágico era una exageración simple, los nombres no eran alterados, los hechos eran fabulas de ayer y que hoy se inflaban sin malicias. El miedo y el dolor eran gratuitos, como lo fueron siempre. Y el pecado una delicia.
Se sentaban bajo la higuera o el parral con las uvas y exageraban. Majestuosa virtud. El vino podía deleitarlos e ir influenciando la narración. In vino veritas era cosa de niños; nadie que citara a autores desconocidos, nadie que modificara una sola coma de lo narrado. Las mil y una noche era llegar a la noche nueve cientos y noventa y nueve y volver a iniciar; Sancho Panza a veces tenía un jumento, a veces un caballo, pero era él “el inventor” del Don Quijote. A veces recitaban poesías, quien recordaba a Pascoli y quien a Carducci, nadie había leído a Ungaretti y a Saba. Alguien se inventaba traducciones del francés o del inglés, aun se detestaba tristemente al alemán.
Una historia de otro nunca no podré olvidar. Y era otra que iniciaba así: “Erase una vez…” y había siempre esta presencia de la eternidad. Todo era eterno menos el final. La historia era de campo y de guerra, de miseria y de hambre, pero terminaba siempre con grandes comidas en paz. Se inventaban la felicidad que nunca tuvieron. Cierto, en los campos hay mas creatividad, y la había con mas genialidad. Tolstoj no había llegado, Flaubert estaba lejos y Balzac aun ausente. Ellos, sentados a la sombra iban narrando sus vivencias, un paso adelante y uno atrás, una de cal y una de arena y la memoria danzando hasta llevar la luna adentro de un pozo, hasta tapar el sol con un dedo.