Luis Alfaro Vega
Inmerso en tejidos de desasosiego humano, Osvaldo Guayasamín, inventor de primordiales pálpitos pictóricos, convencido de las oscilaciones de un tiempo que atempera el transcurrir inacabable de despojos y miserias, empuña el pincel y recrea el escenario de aquellos que sufren y escarban los días con ímpetus básicos de recomposición.
La historia, extenso lienzo manchado de sangre, eteno retorno al roto espejo de las desesperanzas, alimenta escasamente el cuerpo y el alma, atemperando penalidades y alucinaciones, riguroso en el entramado de dolencias y adversidades. Lienzo tétrico la historia, oleaje temporal en ofuscación de desequilibrios, arquetipo de polvosas luces reflejando ruinas. Frente a tanta soledad Osvaldo Guayasamín traza la obsesión de lo inacabado, abatida mirada oblicua en su desazón, destrozada cognición de las barriadas del espíritu, donde hordas de desaliento tejen con sus negros matices el entorno.
Frente a las inéditas creaciones del ecuatoriano cosmopolita nos falta el aliento y un saludable susto se nos incuba en el pecho. Rostros ejercitando apetencias, coincidiendo con las melancólicas tribulaciones del alma. Huesudas manos ofrendadas en posición horizontal y vertical, arriesgadas cruces en transpiración propositiva, atemperando insondables vivencias de hondo sustrato humano. Huesudas manos inscritas en la memoria, coaguladas de tedio y de fe a un mismo tiempo, tentándonos hacia dentro, donde se esconden los silencios fundadores.
La imperiosa fatiga de esos rostros nos postra de vergüenza, el vertiginoso ornato de los huesos de esas manos nos arrebata el aire, dejándonos suspensos en una profundidad vacía, en la que estamos sir ser, obsoletos de hermandad, pálidos frente al paredón de cotidianos fusilamientos de niños hambrientos, o de ancianos en desvanecimiento continuo de soledad y abandono. Solos y mudos, esperando el prodigio esquivo que socorra al propio ser, y en arrebato de ola que crece y explota, que auxilie y salve al adyacente.
La trágica pendencia interna de esos rostros es la pancarta que denuncia la sostenida agonía del individuo contemporáneo, anulado en su postura de peldaño para el ascenso de una mezquina minoría. Rostros con sugerentes gestos y eficacias más allá de las religiones o posturas filosóficas, englobando una monotonía y una revelación que no se agota en la tristeza, que aporta pequeños intervalos de luz socorriendo al desvalido, mínimos trazos lumínicos en convulsión tangible de esperanzas, objetivando anhelos.
Las dolientes figuras que eterniza Osvaldo Guayasamín acuñan un sentido que trasciende lo aparente, aruñan una histeria que se justifica desvalida, que toma fuerza desde las propias entrañas, brasa que con el viento de los días adquiere brío y se encabrita en llama. Rostros en calco de penas, dolientes evangelios de los desplazados, fuente y causa de la sed que palpita en las gargantas. Lepra de la pobreza que germina en brotes. Ojos grandes, maternales, anunciando la lucha y resistencia que no cesa. Amores que visitan distinto, predisponiendo luminosos amaneceres.
Arqueólogo de la ternura de los seres, Osvaldo Guayasamín indagó el secreto original de los individuos de manos callosas y ceniza en las miradas, y con el genio de sus trazos y pigmentos, con lúcido mutismo, dotó esas miradas de un intelecto compasivo y fresco, visión, aunque lastimada y dolorida, poseedora de desatinadas razones, divisa infausta del caído que aún vislumbra candiles.
Pintor inclaudicable en sus razones críticas, en su culto al hombre no quiere errar en las verdades del sistema que obnubila conciencias: propone otros valores, renovadas avideces de concordias, certezas aún por conquistar, que germinarán de la materia de barro de sus compatriotas, curtida esencia que echará raíces en el tiempo.
Osvaldo Guayasamín expone el sufrimiento propio y ajeno con colores, lo vive en el imperativo de la causa reivindicadora. Rotundo y original se instala en la existencia, imagina, no templos saturados de deidades, ni libros con versos divinos o satánicos, imagina senderos abiertos para el caminante, huertas caprichosamente saturadas para la vendimia, ausentes de cercas y leguleyos títulos de propiedad, recupera y expone los colores del cielo sin fronteras, abierto y libre para todos, aire limpio que pesa y circula saludable en las venas.
Osvaldo Guayasamín tributa una música de sutiles sonidos cuando pinta manos, auxilia sensibilidades cuando colorea manos, acarrea voluntades hacia esos lienzos en vértigo en que las manos no hacen ninguna concesión. Una y otra vez las manos, ¡pintor insigne de manos humanas! Manos profundas con oído y visión, con tacto y gusto, manos sublimes que huelen la planetaria soledad del homo sapiens. ¡Flageladas manos, dilatando sueños, creciendo en dominio de un destino que debe conquistarse a sí mismo!
Osvaldo Guayasamín inaugura los mecanismos de la vida desde el barro fértil que sostiene los días, verdadera materia que alimenta el espíritu. Colorido barro que es la piel de millones de individuos, todos un único murmullo doliente y confortador a un tiempo. Barro, fisiología y conocimiento de una raza ancestral. Barro de un mundo con acento andino, ascendiendo en las alas del magnífico cóndor.
Sin pronunciar palabras Osvaldo Guayasamín nos rescata del olvido, sin discursos filosóficos ni catecismos religiosos nos entrega la fuerza anímica y el suficiente discernimiento para entendernos. Sus pinturas brotan y respiran la hermandad necesaria, aliento que nos rescata del vacío existencial, proponiéndonos una eternidad enraizada en el fenómeno de brioso barro que somos.