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Nuestra Señora de París

Claudio Ferrufino Coqueugniot

Las paredes del metro de París estaban cubiertas con carteles de Jean de Florette. Ives Montand. Recuerdo. Como recuerdo el metro de Washington DC y los afiches de El silencio de los inocentes. Jodie Foster.

La amaba, claro. Y en París, como siempre,  amaba a una desaparecida. Así entre la pesadumbre y el hambre trashumaba por París. Anclao en París cantaba Gardel. En un parquecito del Boulevard Brune, destapaba mi galón de leche, comenzaba a devorar la baguette (si es femenina) y a comer el gruyere que a pesar de casi no tener sabor sí lo tiene, es tenue como un sexo juvenil.

Pontoise, Marly, Marly-le-Roi, Angenteuil, Joux en Josas. El Oise apacible; el Sena apacible. Mansiones arboladas, el enrejado de Versalles. El hambre. Iranios, moros, un boliviano que explica a los refugiados del ayatolla Khomeini, que su mujer lo ha dejado, que vive al lado del lago de Constanza y que le pide no venir porque con él llega el dolor, el sexo mortificante, la mala lujuria.

Gorra siciliana comprada en el mercado de pulgas. Varias gorras que una a una perdí en las borracheras de Cochabamba, donde los amigos desnudan al caído y le quitan todo menos el sueño. Sin reloj, sin gorra de marino griego, sin chamarra. Lo que hiciste te lo hacen, dicen, y cómo no iba a tocarme.

Llego a las afueras de la iglesia mayor: Notre Dame. Imponente. Parece Gulliver, y los enanos no tenemos cordeles para amarrarla. He de entrar y desisto. Nunca podré decir que vi la iglesia, más que sus gárgolas monstruosas. Pero sí, la conozco de mucho atrás. La paseé con Hugo, Víctor Hugo, en esos libros de gran rectángulo de unas ediciones argentinas. Porruá, creo.

Leí a Hugo allí, Nuestra Señora de París y Los trabajadores del mar. Hay pulpos gigantes en las aguas del Canal de la Mancha. Pulpos que succionan y dejan cadáveres secos en el fondo del mar. Paradoja.

Está Cuasimodo, el jorobado, el romántico en el vientre de la ballena. Nuestra Señora, en Hugo, tiene condición de ciudad, laberinto. El autor se satisfacía con los retratos de entrañas urbanas, con la catedral sombría y las cloacas, catedrales del submundo. Lo sentí y nunca entré. Di vueltas alrededor buscando en las alturas la jiba y la mirada. No estaban. Estaban.

Había como un presagio, una prohibición. O quise, puede ser, no destruir las imágenes de la lectura de juventud. Dejé a Nuestra Señora virginal como la encontré. No penetré su vulva de piedra fría, no convoqué, ni reí ni oré. Caminé hacia atrás, como los eunucos ante los mandarines, hasta que tropecé con un caniche que meaba ajeno a la magnificencia de lo divino.

¿Viste Notre Dame?, preguntan de París. La vi, la vide, pero estaba muy ocupado con las Kronenbourg alsacianas en bares argelinos. Que soy extraño, quizá; raro, seguro. Me pongo a mí mismo límites que no traspaso. No entrar a Notre Dame, no ver actuar a los Stones cuando era muy fácil hacerlo. Una desconfianza anómala y febril contra aquello de fama. Hombre de puertas traseras cantaría Jim Morrison, y eso soy, era entonces y no me arrepiento.
Se incendió Notre Dame.

El fuego purifica, aseveran. Pero destruye. Perdemos, mucho, en esto, en las cenizas góticas, en las piedras destruidas que quedaron de los Budas de Bamiyán, en los barbudos alados de Nimrod; en Palmyra; con los extirpadores de idolatrías ibéricos que destruyeron lo mejor nuestro, las efigies en oro, en barro, en roca. Perdemos, pero creamos. Día a día. Tal vez más creamos que perdemos. De ahí nuestra inmortalidad.

Vuelvo a Hugo, el autor de mi adolescencia. Nuestra Señora. Si suponemos que la cronología es cierta, Quasimodo, el jorobado, estaría bien muerto hace mucho. Pero quién sabe si en las catacumbas, en los tejados y campanarios no se fundó una estirpe. Quiero creerlo, porque mal parafraseando al viejo Goya, de nuestra razón vienen los monstruos. Y permanecen, y nosotros mismos los escondemos en torres, en féretros que se abren de noche, nosotros que creamos a los muertos vivos, vampiros y zombies, porque nos cuesta morir.

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