“No es la ley del más poderoso la que debe de imperar, sino esa norma justa que regula las opciones de la conciencia y guía sanamente nuestro propio comportamiento, alejándolo del envenenado pan de la corrupción”.
No podemos avanzar por sí mismos, es vital conocer la realidad que nos circunda para construir juntos nuevos horizontes esperanzadores. Precisamente, todo germina de ese cúmulo de esfuerzos colectivos, de intercambio de conocimientos y de cooperación permanente entre unos y otros. Desde luego, ningún saber puede llegar a buen término si utiliza el abecedario de la autosuficiencia. Son esa pluralidad de observancias, las que contribuyen al crecimiento de una nueva cultura, que ha de ser más humana y solidaria, más verdadera y vinculante, para poder superar el acontecer diario, absorbido por multitud de conflictos. Está visto, que la unidad y la unión es el gran recurso para construir la concordia, de la que estamos tan necesitamos. El auténtico diálogo entre culturas diversas, no siempre fermentado en la verdad, consta de la mejor táctica de certeza hacia el camino de la paz. No lo olvidemos y hagámoslo presencia cada amanecer.
La paz, siempre la paz, debe ser nuestro desvelo y afán. Lo prioritario es tomar otro rumbo más armónico con nuestra propia naturaleza. La creciente desconfianza y tensión entre los Estados, lo único que contribuye es a la destrucción de sus propios moradores. Dejemos que la comunidad internacional actúe en favor de otras atmósferas más seguras, con sociedades menos divididas, forjando un mundo libre de armas nucleares. Aprendamos las lecciones del pasado. No volvamos a las andadas. Impulsemos la causa del desarme, con la convicción de que el único viento que puede apagar esos focos de contiendas entre humanos, pasa por evitarlas. Tampoco podemos continuar destruyendo nuestro propio espíritu humano. Es nuestra mayor estupidez. Todo puede defenderse con la mente y el alma, de ningún modo con las armas y sin sentimientos. Utilicemos esa nefasta inversión armamentística, para estar mejor concienciados, en educación o en salud. Ahí tenemos lo que dicen los entendidos que, a pesar de la actual pandemia, se está haciendo poco para prevenir la siguiente.
En efecto, se requiere más inversión en salud en todo el mundo. Será una necedad más, proseguir engañándonos. Las jefaturas de todos los Estados han de ser las primeras en cooperar, ya sea para salvar vidas, intentando que todas las personas en todos los países estén vacunadas, o para impulsar una recuperación económica mundial que no deje a nadie atrás. Personalmente, aplaudo el mecanismo de las Naciones Unidas para la distribución equitativa de inoculaciones contra el COVID-19 a nivel mundial. De igual modo, también celebro que algunos gobiernos exploren estrategias encaminadas a ayudar a los trabajadores y a preconizar la justicia social y los derechos laborales. Se requiere, por tanto, familiarizarse con esa buena disposición que todos requerimos para poder cohabitar armónicamente. Sin más dilación, de cada rama del linaje, hagamos que germine la conciliación. En cualquier caso, jamás perdamos esa brújula sensata de hacer familia, ni trunquemos la esperanza de quien es protagonista del sosiego, a través de los valores de la alianza. Naturalmente, al mismo tiempo, tenemos también que acabar con las desigualdades de todo tipo; incluida, claro está, la de género.
Indudablemente, se precisa que esta toma de conciencia llegue a ser también una convicción compartida por las diversas culturas. A este respecto, es esencial sentir el mundo como parte nuestra, como nuestro hogar colectivo, poniéndonos al servicio de todos, también con aquellos que piensan diferente a nosotros, y adoptar una vía de mano tendida y de conversación permanente, cuando menos a la hora de tomar decisiones que nos incumben universalmente. Activemos, además, la moral en nuestro obrar. Ajustémonos a esa norma natural que siempre está ahí, en lugar de esa ciega arbitrariedad normativa, que en demasiadas ocasiones nos despoja de esa protección, que todos debemos tener por igual. No es la ley del más poderoso la que debe de imperar, sino esa norma justa que regula las opciones de la conciencia y guía sanamente nuestro propio comportamiento, alejándolo del envenenado pan de la corrupción. Sea como fuere, es cierto que la situación en el mundo es horrorosa, hay mucho odio y mucha envidia entre nosotros; pero todo esto, más pronto que tarde, también caerá por sí mismo. Por eso, al final, lo trascendente es mantener la cabeza siempre en alto y el corazón en sintonía, con el latir coherente de la palabra y la acción, para poder rehacernos en humanidad.