Pablo Mendieta Paz
En este mes de junio, pero del año 1959, el cantautor belga y uno de los mayores exponentes de la chanson, Jacques Brel, inspirado en la Rapsodia número 2, de Liszt, y en su amante, Suzanne Gabriello, compuso la que es considerada por la crítica como una de las canciones de amor más bellas del siglo XX.
Muchos entretelones mentales pudo haber tenido la creación de Ne me quittes pas (No me abandones), pues a ella, su canción de amor más desgarradora y delicada, extrañamente el compositor le destinó años después un calificativo tan áspero como decir que fue “propia de un cobarde y un imbécil”. La gente, sobre todos los que lo conocieron de cerca, opinaban que detrás de ese comentario tan despiadado consigo mismo, se descubría la atormentada contradicción entre su deseo de libertad y su odio a la prudencia y los convencionalismos, así como a la férrea educación católica que Brel cargó sobre sus hombros, y cuyos severos valores de carácter irrenunciable, y por tanto de capital acatamiento, originaban en él un mortificado sentimiento de culpa.
Su existencia, en efecto, girando alocadamente en todas direcciones, se inclinaba a rechazar, no sin miedo y rebeldía, aquella forma de vida impuesta desde su infancia, hasta finalmente extraviarse en una condición de esposo infiel y padre imperfecto. Y entonces una noche de junio de hace sesenta años, entre las cuatro paredes de una sombría habitación, armado de su guitarra, tabaco, una copa de vino y cerveza en abundancia, escribió Ne me quittes pas, con su corazón hecho un ovillo por el amor furtivo que abandonaba, una de las tantas amantes que cruzaron por su vida; y de quien, como obstinado enamoradizo, pretendió en su momento empaparse hasta de su más menuda molécula de amor, como si en su existencia no lo hubiera hallado a raudales, y en todas partes, sobre todo en su compañera de vida, Miche, a quien le dio una estocada de desesperanza y profundo duelo de corazón, atormentado por una actitud existencial que, en rigor, nadie podría juzgar, ya que Brel, ofuscado por una inestabilidad emocional que lo trastornaba, vivió permanentemente en desarmonía con lo rígidamente organizado.
Pero gracias a ella, a Suzanne Gabriello, o Zizou -como así la llamaba-, arrojó al mundo una lanza de punta sentimental, su más acabada inspiración que hoy, con nostalgia, escuchamos como susurro modelado en formas infinitas, tal cual pinceló el mundo –también a su manera y sublevado a lo “normal”- Paul Gauguin, junto a quien -que valga la relación- yace Brel a escasos metros de su tumba en la Polinesia. Se dice que su rechazo hacia lo religioso, su rebeldía a lo establecido, su odio a la burguesía, tenían como raíz un perturbador descubrimiento de niño: la relación extramatrimonial de su madre con un párroco. Si así hubiera sido –se piensa-, ¿habría recibido Brel las dádivas del cielo para expresarse con la belleza de su música y poesía? ¿Habría retratado la delicadeza de los paisajes de Flandes, de su Bélgica soñada, del mar del Norte, y hacer que hasta el propio mar Mediterráneo, acompañado por el cielo gris y la lluvia infinita “se sintieran conmovidos y nostálgicos al escuchar Le plat pays”?…
Es posible, por su alma desgarrada, observó cierta vez Edith Piaf, la diva eterna. Pero aparte de cualquier juicio que uno pueda formarse, Jacques Brel rindió el más perfecto tributo al amor: Ne me quittes pas, himno que hoy lo oímos más fuerte que nunca.