El granadero
Christian Di Bari – Argentina
Pasó con los dinosaurios, ¿por qué no con nosotros? Todos se refugiaron desesperados. Se acerca. El cielo se viste de fuego. Temblor, zumbido. Estallan los cristales, pero yo firme ¡sí, señor!
Escondite
Sandra Concepción Velazco – Bolivia
Satán decidió esconderse donde nunca lo buscarían. Dejo el vino para su hermanastro. Ahora habita en el agua bendita.
Quedamos en silencio
Karla Barajas – México
Con los años podía perder la audición por completo en el oído izquierdo. Así que cuidamos que Catalina no estuviera expuesta a sonidos altos, que ninguna de sus gripas fuera mal atendida. En menos de cuatro años quedó sorda. “¡Pero su niña tiene la oportunidad de escuchar con la operación del implante coclear!”, nos explicó el intérprete de la lengua de señas y nos llenamos del sonido del corazón rebotando contra el pecho.
El sonido de los pasos
Felicidad Batista – España
Ella imaginó que paseaba por un bosque de pinos. Inhaló el aroma a musgo y troncos húmedos. Sintió serpear la sinfonía del agua, el canto de los pájaros y el crujir de sus botas sobre la hojarasca. La lluvia goteaba entre las ramas. El sol deshilachado salpicaba los senderos que se bifurcaban. Y cuando quiso aspirar el aire cristalino, solo escuchó el silencio desértico de las cenizas que pisaba.
Pequeña Fábula Sin Importancia
Norah Scarpa Filsinger –Argentina
El gato persa, rechoncho y peludo, que dormita en almohadones de pluma, nunca llena su estómago. Reclama porque todo lo que va a su plato le resulta insuficiente. Reclama si acaso algún ratoncito mordisquea una cascarita de su pan. Los ratones, sometidos pero solidarios, arriman lo que tienen a su alcance, privándose del propio alimento. Cada vez engorda más el gato, y cada vez enflaquecen más los ratones.
El gato sabe convencerlos de que así son todos felices.
A escondidas
Elisa de Armas- España
EN LOS RAROS MOMENTOS en que no la contemplan traslada la antorcha al brazo izquierdo, baja el derecho y lo activa para desentumecerlo. Vuelta a su posición inicial, contempla con envidia los barcos que se alejan por el Hudson. Nadie sabe tan bien como ella que no hay esclavitud mayor que la de convertirse en símbolo.