El alimento del artista

Armando Alanís – México

En la casa de los espejos, el viejo payaso aplaude hasta que le arden las manos. ¡Qué público tan entusiasta!

Culpable inocencia

Chris Morales – México

Con el terremoto quedó muy dañado el edificio de urgencias. Hubo que demolerlo. La exigencia social hizo posible la reconstrucción. Sin embargo, los materiales eran robados con frecuencia. Cuando agarraron a los ladrones resultaron ser familia. Ante el ministerio argumentaron que no podían dejar que avanzara la obra. Al preguntarles la razón, con torrentes de lágrimas, dijeron que su mamá quería morir atendida en ese nosocomio y no en ningún otro.

Plan perfecto

Manuela Vicente Fernández – España

Comenzaba a ponerse el sol entre la arboleda cuando me puse en marcha. Había dejado a mis hermanos durmiendo tranquilamente en la casa del ogro, una vez que me aseguré de que este cayera a plomo desde el andamio. Su mujer era buena y consentiría de buen grado casarlos con sus siete hijas. Por mi parte, con las botas del gigante, pensaba recorrer el mundo, hacerme cartero y llegar a ser tan famoso que narraran mi vida en un cuento.

Aguas bravas

Léa Goulart – Brasil

Miró hacia los lados, certificándose de no haber testigos. Solamente él, la sombra. El pensamiento ya se había instalado. Nadie se preguntó si podría cuidar de Pedro, bañar a Pedro, dar de comer a Pedro, pegado en él infinitamente, excluido de la vida. Si no hay sentido en sobrevivir, menos sentido había en esta doble supervivencia. Ha llegado la hora. Se acerca a su hermano que se ríe estúpidamente y, en un solo gesto, hunde su cabeza muchas y muchas veces en aquel río de agua corriente hasta que todo en él se vuelve rigidez y silencio, dejando sobresalir toda su libertad, toda la risa retrasada, toda esperanza escondida.

Amor sin prejuicios

Virginia González Dorta – España

El gigante subió a la colina y gritó: ¡Quiero una doncella! El pueblo se estremeció, tiempo ha no oían esos gritos desgarradores.

El gigante se sentó en su piedra favorita y esperó.

Por la ladera subía una joven deliciosa, tan delicada y etérea que pensó se quebraría de sólo mirarla, ¡era tan distinta a las anteriores! La joven avanzó, con sus trenzas de fuego y sus ojos de obsidiana. Lo miró y el gigante se derritió. Una bola de carne y sangre quedó en el suelo.

La doncella gritó: ¡Quiero un gigante!