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Mi causa palestina

A fines de 2006, desde la altura del monte Nebo, en Jordania, pude divisar en un día claro (más bien adivinar) la lejana mancha de Jericó (a 27 km) e imaginar Jerusalén (a 46 km) y Belén (a 50 km). Dice la Biblia (Deuteronomio 34.1-5) que, desde ese lugar Moisés pudo ver la tierra prometida, a la que nunca pudo llegar porque murió allí mismo días después. Más allá de los mitos, esas alturas tienen mucha historia, uno lo siente en el cuerpo cuando está allí.

La primera vez que estuve cerca de Israel fue en junio de 1992, cuando coincidí en Amman con mi primo Juan Carlos Gumucio y pasamos un fin de semana flotando (literalmente) sobre las saladas aguas del Mar Muerto. Juan Carlos era un defensor acérrimo de la causa palestina y como corresponsal de guerra estuvo muy próximo a Yasser Arafat, quien lo llamaba cariñosamente el “boliviano palestino”. Con su hirsuta barba y el cabello rizado, mi primo podía pasar por árabe. Mientras vivía en Líbano, durante la guerra, solía cruzar los retenes de todas las milicias porque llevaba consigo credenciales que cada una de ellas le había otorgado.

La escritora española Maruja Torres menciona a Juan Carlos en sus libros sobre Líbano, y recuerda su enorme compromiso, y el de otros corresponsales, con una causa que no admite equivocaciones: Israel es el vecino camorrero del barrio, instalado para propiciar violencia e incertidumbre.

Las nuevas generaciones, tan ufanas en su ignorancia de la historia, no saben que el Estado de Israel fue un invento de Inglaterra y otras potencias europeas después de la Segunda Guerra Mundial. En 1948 (el 14 de mayo) estas potencias crearon Israel en el territorio donde los palestinos habían convivido durante siglos con otros pueblos, para tener un pie firme en medio del mundo árabe. De todo el mundo llegaron judíos errantes que nunca antes habían estado allí. Fue en buena parte una migración calificada, de profesionales y comerciantes que lograron convertir en un vergel el territorio que les fue mañosamente cedido. En lugar de optar por una política de buena vecindad, en las décadas siguientes Israel se fue apropiando del territorio mediante guerras sucesivas, arrinconando a los palestinos en el estrecho de Gaza y otros territorios ocupados.

Para quienes tienen la memoria corta y quieren creer que el baño de sangre de Israel en Gaza se remonta al episodio de la toma de rehenes el 7 de octubre de 2023, ignoran (o lo pretenden) un hecho innegable: Israel no ha cesado de atacar durante décadas territorio palestino y de asesinar a líderes de organizaciones palestinas en otros países vecinos. Recordemos que Hamas ganó en 2007 las elecciones en Gaza, y constituyó un gobierno de unidad legítimo. El hecho de que un ala militar radical responda con violencia a los ataques israelíes, no convierte en terroristas a todos los palestinos.

No es de sorprenderse que, a raíz de la continua política de ocupación y represión cotidiana de Israel, hayan nacido facciones extremistas que responden con violencia al expansionismo territorial. De la misma manera que los ucranianos se defienden de los invasores rusos, lo hacen los palestinos del ejército de Israel, muy bien pertrechado por Estados Unidos, que no ha cesado de otorgar ayuda económica, militar y de inteligencia. A tal extremo, que Israel es el único país de la región que posee armas nucleares. No se lo permiten a Irán, pero sí a Israel. Estados Unidos veta sistemáticamente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el ingreso de Palestina como miembro pleno, algo que apoya el mundo entero, incluso los europeos con su doble moral. En cambio, la tolerancia de Europa y Estados Unidos hacia Israel es infinita, aunque se ha negado a acatar todas las resoluciones de paz de la Asamblea General de Naciones Unidas y ha atacado incluso la sede de UNRWA, el organismo de la ONU que protege a los refugiados palestinos.

Una vez más Israel ataca con todo su poderío militar, es un país que vive para la guerra. Prácticamente ha reducido el estrecho de Gaza a la mitad, empujando a millones de refugiados hacia el sur, destruyendo hospitales y dejando atrás fosas comunes con el argumento de liquidar a los terroristas de Hamas (Movimiento de Resistencia Islámico), que son pocos entre los 34.800 niños, mujeres y ancianos asesinados en las incursiones de Israel (contra 1.300 muertos israelíes). El horror de esa carnicería ha hecho que la opinión pública mundial se vuelque en favor de Palestina, como vemos en las universidades de Estados Unidos y Europa.

No es la primera vez y no será la última hasta que se reconozca el Estado palestino y su independencia territorial. Recuerdo mis años de estudiante en París, durante la década de 1970, cuando marchábamos masivamente en favor de Palestina. En el reloj improbable del tiempo, parece que nada hubiera cambiado, o sí, para peor, porque con el apoyo de Estados Unidos y el silencio cómplice de Europa, las agresiones de Israel bajo la dirección de Netanyahu están dejando cada vez menos espacio vital al pueblo palestino. No es difícil encontrar en Google el mapa de Palestina que muestra cómo las sucesivas guerras de Israel se han ido apropiando del territorio hasta dejar a los palestinos arrinconados contra el mar o encerrados detrás de altos muros de cemento.

La historia reciente de una guerra que quiere aparecer como “santa” pero que en realidad es geopolítica, trae a la memoria los orígenes de la era cristiana, cuando los judíos del Templo de Jerusalén entregaron a Jesús a los romanos para que lo ajusticiaran, supuestamente porque con su discurso rebelde violaba preceptos de la religión judía, pero en realidad porque el templo se entendía bien con el ocupante romano, como ahora depende Israel de otro imperio que pisa fuerte en la región como tutor de Israel.

En ese contexto, que Bolivia rompa relaciones diplomáticas con Israel es una tontería del tamaño del edificio fálico que hizo construir Evo Morales detrás del palacio de gobierno. Salvo algunas agencias de turismo, a nadie le hace cosquillas lo que haga o deje de hacer Bolivia. En el amplio concierto geopolítico internacional no tocamos ni el timbal.

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