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Lucía Carvalho – Memoria inflamable

Lucía Carvalho

Sumerjo este vestido en el río detrás de mi casa. Hundo mis manos en el agua fría, estrujo esta tela contra las rocas, los bichos del agua se pegan a mi piel arrugada por tanta humedad. El agua del río cambia de temperatura en mis manos, mientras más friego, más tibia se hace y refriego, exprimo, sacudo estas ropas que no son mías. Las dejo flotar mientras acaricio mis manos, una con la otra. Extiendo el vestido, la blusa, la falda sobre el pasto, hago una montaña muy pequeña y me acuesto apoyando mi espalda sobre la ropa.

Miro arriba, me pregunto qué hay de nuevo bajo este cielo, quizás los astros ya habían escrito esta historia circular que solo cambia de protagonista, otro nombre, mismo apellido, otra cara, misma nariz, otras nalgas, mismos dedos de los pies, otra estatura, mismo aliento, mismo sexo y aquí es donde me detengo a pensar en mi sexo, este aparato reproductivo que no es solo un aparato, es mi contexto.
Pienso que podría pasar horas y horas estrujando mis manos contra las rocas del río y tener la piel arrugada siempre, y no darme cuenta que estoy vieja. Esta ropa, de tanto lavarla y cuidarla, ya es mía. No la encontré, la heredé, la saqué hace muchos días de una cacha oscura que estaba desdeñada en el cuarto de mi madre. Creo que la tengo que usar. Faldas, blusas, vestidos, faldas, blusas, telas, pañuelos que usaron mi abuela y su mamá y la mamá de su mamá y mi mamá, mamá. Estas piezas separadas, rotas, descosidas y arrugadas, vuelven a tener sentido cuando me las pruebo y me miro en el espejo, estoy esperando el sermón de mi abuela, párate derecha, mentón hacia arriba pero no tanto, piernas cruzadas, busca un novio con pelo corto y barba. Me miro en el espejo y estas ropas se quedan conmigo, como este nombre y este sexo.

Abro la puerta de esta casa y paseo, saludo, conozco gente, paseo acompañada de esta herencia que cargo en mi piel, esta ropa. Aprendo, descubro, huelo, saboreo, me empiezan a gustar y disgustar cosas, personas, momentos y los atesoro entre los bolsillos de mi ropa.

Me miro en el reflejo de las vitrinas de la ciudad y este vestido que llevo puesto se adapta a mi cuerpo, yo no sé si es la tela que se adapta a mi cuerpo o es mi cuerpo que toma la forma del vestido. Yo sigo saliendo de mi casa, cada que puedo, cada que hay suficiente luz porque de noche da miedo y esta ropa no me protege. Quisiera que esta blusa fuera a prueba de miradas y esta falda a prueba de balas pero son antiguas, casi delicadas. En la misma cacha donde estaban estas ropas, encontré fotos de mis madres usándolas y las pude ver a todas ellas.
Carmen, así se llamó quien usaba esta blusa blanca de puntos negros, costurada por ella misma y trató de vender pero no pudo, así que decidió usarla para que todos vieran lo hermosa que era. Carmen se llamó quien usaba esta falda azul marino, su color favorito desde que conoció el mar cuando pudo salir del país y volver para trabajar en una guerra que ella no entendía pero que para todos tenía sentido. Carmen, se llama quien vistió estos zapatos cuando huyó de una vida que no era suya, corrió desde la selva hasta la ciudad para ser maestra. Carmen se llama quien usó esta cartera mientras protegía a sus hijos de bestias uniformadas, rugió dispuesta a desgarrar a quien sea necesario para estar a salvo. Carmen se llama quien llevó este cinturón negro de cuero falso a su primera entrevista de trabajo, construyendo su propio lugar en un edifico lleno de muebles viejos. Pero estas ropas no las protegieron y a mí tampoco, hija con cuidado, hija, me decían todas a través de cada prenda. A través de ellas yo aprendí a no confiar en los hombres que te toman por el brazo sin preguntarte. Aprendí que para algunas personas es muy sencillo invadir tu cuerpo, hablar de él, tocarlo, mutilarlo, porque puede ser que estemos aquí para complacer otros cuerpos menos al nuestro. Aprendí que a veces tus sueños se confunden con los de otras y que por eso siempre es bueno volver a esta casa. Ellas me contaron cómo las asustaron y esos espantos se quedaron en nuestra sangre.

Suelto algunas prendas ya muy delicadas, un vestido y dos faldas. Cada día suelto algunas de sus  fotos y blusas que no dejan que me mueva.

Comienzo a salir de noche a divertirme, empiezo a conocer el placer, como cuando sumergía los pies calientes y cansados en el agua fría y fugaz. Empieza a gustarme más la noche, las fiestas, la gente, la música, esta música primitiva, mensajes de texto y música primitiva, movimientos de apareamiento. Quiero bailar, solo mover este cuerpo es, para mí, libertad.

En la tele veo mensajes de libertad, me dicen que debo sentirme empoderada, esa palabra se repite mucho en las pantallas de mi vida y veo imágenes de colores brillantes, chicas divertidas que viajan solas, salen solas, usan pantalones blancos cuando menstrúan porque están empoderadas, otra vez esa palabra que no entiendo pero igual la uso en mis publicaciones de internet ¿Soy como esas chicas divertidas? Quiero salir sola, viajar sola, caminar sola pero en las mismas pantallas veo a mis amigas castigadas por hacerlo, por atreverse a salir solas, no vuelven a sus casas.

Las ropas que no solté, ahora están bien pegadas a mi piel. Converso con amigas, nos juntamos a hablar y escuchar cosas que nos pasan, tan distintas, tan iguales, ellas vienen de otras madres y esas madres de otras pero nuestros recuerdos son los mismos, estamos conectadas por conversaciones pasadas con mujeres que ni siquiera conocemos en lugares que ya ni siquiera existen y mientras esta conversación avanza, yo empiezo a reconocer un ardor en mi pecho, que sube por mi garganta, calienta mi lengua y aunque a veces este ardor se apaga, vivo en constante fiebre, infección congénita. Algunas amistades se alejan porque no soportan este calor que desprende mi cuerpo. El ardor se intensifica cuando descubro mis propios errores, esos que yo prometí no cometer porque mis madres me habían advertido, el amor puede ser oscuro, el cariño puede ser control, los abrazos y canciones pueden ser una capa mágica que cubre la violencia. Un amor violento me fulminó. El vestido celeste que usó Carmen cuando su marido soltó toda su ira sobre su cara, no me salvó de que la ira de un hombre recaiga de nuevo, de nuevo, de nuevo en mí. Quisiera ser como Carmen que visitó estos zapatos  negros que me llevan por lugares de riesgo, que me llevan a explorar las selvas modernas, como lo hizo ella cuando corrió de la selva a la ciudad, cambiando árboles enormes por montañas infinitas, la humedad de los insectos por el frío hostil y acogedor del altiplano, frío que te abraza y golpea. Allí se cambió de nombre, esta vez sin ninguna preposición posesiva, se convirtió en maestra, se enamoró de un militar, aprendió a jugar loba, aprendió a buscar nuevas rutas a pesar de ver las calles todas iguales. Tengo estos zapatos y escucho, ella quiere bailar, ella quiere gozar, ella soy yo. Tengo sus zapatos pero también tengo sus espantos corriendo por la sangre.

Quisiera ser como esas chicas de las pantallas, empoderadas, como mis madres en sus retratos de dos colores, pero el río del que vine cambió de corriente, mi camino es seguir la lava imaginaria que sale de la puerta trasera de mi casa. 

Todos los días, este ardor se hace más intenso, hay días que no puedo abrir la boca porque si lo hago sale fuego y quemo todo, tremenda acidez, no hay digestivo que la solucione. Yo observo el río mientras bebo de él, trato de estar hidratada pero no basta porque siempre tengo sed y los bichos del agua ya no se acercan a mi piel.

Mis dedos tratan de comunicar esto que siento pero solo escriben poemas de amor. Mis ojos ya no tienen el enfoque de antes pero uso gafas con marco de plástico transparente y siento que no podría renunciar jamás a esta nueva claridad. Me quedo en la calle, donde no debería estar, buscando el peligro, dibujando mensajes en paredes hasta que me persigan.

Vuelvo a casa, me quito esta ropa pero no me puedo quitar esta piel, este nombre, este sexo, este sexo.  En mi habitación veo a una nueva Carmen, no la reconozco, no me acuerdo de ella, es nueva pero no joven. Carmen, mi sexo no es el mismo que el de tuyo, naciste hombre, le dije. También soy Carmen, dijo y mi madre, las otras madres, la recibieron con amor cuando se colocó la ropa que quedaba en la cacha. Carmen toma nota de todo lo que debería cambiar, la nariz, el mentón tan masculino, esos hombros, esos brazos masculinos. No te pintes de rojo puta las uñas, no tan largas, las uñas. Carmen en esta casa te van a revisar cada rastro hasta que seas la mujer que ellas esperan. Carmen, esta ropa no te va a proteger. Ella busca nuevas formas de usar la ropa, nuevas formas de protegerse. Quiero quedarme con ella y caminar, ver nuestros reflejos en las vitrinas de las tiendas pero tiene que irse, este pueblo, esta casa es muy pequeña para ella, ella soy yo. Para ella ser Carmen no es solo biología, yo escucho los sonidos de su origen mujer, niño mujer y aprendo que aunque su contexto es distinto al mío y al de nuestras madres, nuestra ropa y nombre le queda bien.

No soporto el ardor, no hay agua que calme mi carne inflamada. Busco el río afuera de mi casa, busco agua, frío, calma, solo encuentro fuego y me duermo en esta fogata.

Todo es negro. Todo es rojo. Me elevo junto a mis madres, tomadas de las manos. Sin nuestras ropas, solo esta rabia antigua que quema desde adentro, desde la parte sin carne, la memoria. Esta ropa, este nombre, esta piel, es nuestra rabia que quiere expandirse y desbordar la tierra plana.
No podría existir sin esta carga, con otro nombre, otra piel, otro sexo. Podría apagar el ardor con cremas orgánicas cruelty free. Podría dejar de escribir poemas y dejarles a los que saben de fondo y forma. Podría soltar esta ropa, tirarla a un pozo y dejar que se apague.

Despierto acostada sobre la pequeña montaña de ropa húmeda que construí, me levanto, vuelvo a la casa, me lavo la cara y veo el espejo, me miro en el reflejo y veo a mis madres, mis amigas, desconocidas de las pantallas y juntas somos hermosas.
En mi cuarto, tomo todos los materiales que tengo y transformo estas ropas en armaduras que cubran mi rabia antigua. En las pantallas de los dispositivos móviles está otra batalla, muchas veces más cruel que la de a pie y  tengo miedo a la inmensidad del internet, terrible y fascinante. En esta batalla tan real como virtual, la ropa vieja no me protege pero la rabia antigua sí. En esta virtual intimidad costuro ropa nueva ciberpunk para incendiarla con estilo. Porque este cuerpo de carne y sustancia que es mi piel, es mi sexo, es mi memoria, es tan solo un botón de una herencia más antigua. Ahora entiendo que nunca voy a calmar mi sed, no se puede apagar una memoria inflamable.

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