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Marco Denevi: Un estilo hecho de voces

Eliana Suárez

Michael Bajtin sostiene que “una obra (literaria) es un eslabón en la cadena de comunicación discursiva: como una réplica de un diálogo, la obra se relaciona con otras obras – enunciados, con aquellos a los que contesta y con aquellos que le contestan a ella.” Esas “otras obras,” escritas o no, pueden  ser obras musicales o plásticas. Mendoza Fillola (1994) en su libro “Literatura comparada e intertextualidad” también plantea esta relación de la literatura con otras formas artísticas, es decir, la manera de leer una obra a través de la escritura o reescritura de otra. La muerte de los autores dentro del texto para que el lector acceda a una nueva creación, la interna, la que surge de su propio conocimiento, de lecturas anteriores, de la vida misma.

Marco Denevi conoce este juego. Por ejemplo, en el cuento “Variación de perro,” se transforma en un espectador/lector que busca la complicidad de otros espectadores/lectores para dar paso a un narrador omnisciente, un todopoderoso hacedor de un final trágico. La obra a partir de la cual el escritor construye una trama desolada y profunda es “El caballero, la Muerte y el Diablo,” de Alberto Durero (1513). En el cuadro, el trío constituye la alegoría de la virtud, de acuerdo con la clasificación medieval. Esta obra representa a un Caballero armado y adusto, acompañado por la Muerte, un viejo en un caballo esquelético que le muestra un reloj de arena y por el Diablo, algo así como una cabra con un gran cuerno y mirada estúpida.  El Caballero cabalga por un paisaje rocoso, con lejanos bosques y torres, va seguido por un perro. El perro parece, en el grabado, un detalle más.  Erasmo de Rotterdam (1467-1563) interpretó a esta obra como una alegoría de la vida del cristiano en el mundo práctico de la acción y de la decisión, según lo hizo constar en su “Manual del caballero cristiano.”

“El caballero, la Muerte y el Diablo”, de Alberto Durero, 1513.

En el cuento Denevi juega a ser un narrador obligado a contar una historia: “A. M. me llama para decirme que está preparando una antología […] quiere que yo escriba una de las variaciones.” Casi con desidia, vacío, asume el trabajo de crear literatura. Se enfrenta al miedo del escritor: “Me siento frente a la máquina de escribir y a la trágica hoja en blanco.” Como tantos otros, anhela el momento crucial en que la inspiración, o ese no se sabe qué, comienza a llenar de palabras la mente y apresura una mano no siempre lo suficientemente veloz. 

Beaugrande y Dressler definen al texto literario como “un mundo textual de ficción apoyado en su relación de excepcionalidad con respecto a la versión aceptada socialmente del mundo real.” ¿Qué incidencias tiene esta categorización en el cuento? La relación está en que Denevi utiliza un elemento de la realidad, el aullido de un perro, como musa inspiradora, estimulante de una escritura ficcional y automática: “No se me ocurre nada. Lejos, en la noche, aúlla un perro, llorosamente.”  Crea un puente entre realidad y ficción de manera tal que una se funde en la otra y el lector ya no sabe cuál es cuál. El escritor mira a un perro casi insignificante en el grabado y escucha a otro, tan real que hasta puede escuchárselo detrás de las páginas. ¿Dónde está el límite entre los dos planos? El límite entre lo existente y lo imaginario queda borrado en el preciso instante en que el aullido sustituye a la imagen.

Pero no se trata de un simple sonido, es el símbolo del dolor. Ese dolor será el sello de una historia dentro de otra Historia: la de la guerra y su manto de muerte. Y, paradójicamente, en una versión más parecida a la “versión aceptada del mundo real,”inicia la narración de una ficción por momentos distante de su ficcionalidad. Denevi nunca cesa. Reajusta cada detalle y fortalece la incertidumbre creada desde el comienzo. Fusiona, una vez más, lo tangible con lo inasible. El perro imagen se funde con el perro sonido y conforman una sola entidad: “Sigo mirando el grabado. Entre las patas del caballo del caballero trota un perro.” Luego, las concepciones humanas vienen a sustentar la creación de un ambiente de aparente realidad: “Se dice que cuando un perro llora es porque siente la proximidad de la Muerte.” A este lugar común, le sigue un aforismo platónico: “Todos los perros son el perro.” Con su particular humor, el autor da un giro a la significación habitual que se le da al mismo y legitima así a la creencia popular que lo precede. Ya lo dice Borges: “Hay oraciones que son a manera de radicales y de las que siempre pueden deducirse otras con o sin voluntad de innovar, pero de carácter derivativo tan sin embozo, que no serán engaño de nadie.”

Al contrario de lo que sucede en el grabado, donde el perro ocupa un lugar casi perisférico, Denevi lo sitúa al inicio y al fin del cuento en un lugar de privilegio. El perro, con su animalidad, es capaz de percibir lo que el caballero ignora desde su humanidad. La Muerte acecha y no se irá sin su presa: “El perro del grabado debió percibir […] la presencia de la Muerte” Todo está preparado, la frialdad de la “trágica hoja en blanco” se quiebra con la decisión inapelable del escritor: “Empiezo a escribir.”Esa decisión esconde la apropiación de lo narrado, la adjudicación de un nombre propio, la interpelación del autor: ¿Hay dudas de que lo que escribo es “mi” palabra? ¿Estás dispuesto, lector, a sellar un pacto conmigo? Esta actitud es frecuente en sus obras. De una u otra manera, siempre aparece su nombre, su presencia, enunciados frontalmente.

La universalización del tema de la Guerra y de la Muerte (así, con mayúsculas) está dada por la nimiedad que le otorga a los datos históricos. No les interesan al autor que busca complicidad con sus lectores: “no importa dónde, ni tampoco importa cuándo, todas las guerras son fragmentos de una única guerra.” Tampoco a los lectores porque “todos lo sabemos.” La elisión intencional del contexto convierte a la guerra en una entidad témporo – espacial: “ese territorio vasto en el tiempo y al parecer complicado.” Un todo que viene a sustituir las partes en un proceso cíclico que se repite en sus escenarios y en sus acciones: “visto a la distancia se advierten las reiteraciones, la monotonía, el juego de espejos.” Entonces, poniendo condiciones, nuevamente Denevi involucra al lector: “así que no tengamos escrúpulos de fechas ni de nombres, si mezclamos lansquenetes con granaderos,[…] torres con torres.”

Esta complicidad está ligada al concepto de intertextualidad que Beugrande y Dressler (1972) plantean. Ambos autores entienden que la intertextualidad ocurre al interior de la mente de los interlocutores, durante el proceso de comprensión de un texto emitido/recibido. El emisor y el receptor, conformes su conocimiento de mundo, su bagaje cultural, la capacidad de rememoración, las modificaciones y/o reconstrucciones que durante la emisión/lectura pudieran realizar, producen un nuevo texto estrictamente personal. Este nuevo texto es una compleja construcción basada en actividades de procesamiento y en diferentes niveles de mediación.

Beaugrande y Dressler sostienen que: “El término intertextualidad […] refiere a la relación de dependencia que se establece entre, por un lado, los procesos de producción y de recepción de un texto determinado y, por otro, el conocimiento que tengan los participantes en la interacción comunicativa de otros textos anteriores relacionados con él.” El texto aquí analizado, plantea este tipo de relación. Al decir: “todos lo sabemos,” “en todas las batallas mueren los mismos muertos y todos los muertos se pudren bajo el mismo sol y bajo la misma lluvia;” establece conexiones entre la idea general, con fundamentos históricos, de la guerra y la muerte por ella provocada, y el conocimiento personal del receptor respecto de ambos acontecimientos.

Autor y lectores se unen y median con un conocimiento que no tiene uno de los personajes: el caballero. El caballero no sabe ni de sí mismo, ni de su presente, ni de su futuro. Es sólo un engranaje más en la máquina de la guerra. Su inercia vuelve absurda su existencia: «volvía de una guerra, de la cuenta en el collar que le tocó en suerte.”Quizás no sea un collar, quizás sea un rosario, con sus cuentas dolorosas que preanuncian la muerte. El Tiempo, que es todos los tiempos, es el viejo que desgrana las cuentas de ese rosario en una súplica eterna: “no sabe que el collar es infinito o finito pero circular y el tiempo las desgrana como si fuese infinito.”

Luego, la Guerra como una Arpía aburrida de su oficio, desgarra la humanidad del hombre y lo vuelve un ser abyecto: “tiene la barba crecida, está sucio de polvo, […] entre los muslos le escuece la piel un sarpullido […] no puede decir dos palabras sin intercalar una blasfemia, ya olvidó el lenguaje florido.” El lenguaje, atributo esencialmente humano, se cuela entre las armas de guerra y se derrama como la sangre de los campos de batalla. Por eso la desolación del hombre, para quien la guerra es una totalidad cosificante: “a las mujeres, ya no les pide amor, les pide vino. ”La Guerra lo despojó de su alma.

El autor sabe que así es cada vez que se emprende una batalla, por eso hace que uno de los soldados imagine que la armadura del caballero está vacía y juega con el único aliado que le permite seguir viviendo: la imaginación. El portaestandarte piensa que “tal vez la armadura se posesionó del caballero, lo absorbió como una esponja absorbe a un líquido, le succionó la sangre […] ahora la armadura es una cáscara hueca sin la pulpa del caballero adentro.” El sentimiento provocado por la guerra también se manifiesta en dos planos contrapuestos. Forma parte de ese juego de espejos que se incluye en la narración pero también en la escritura del autor.

Mientras que el caballero percibe sólo el entorno bélico, los soldados rememoran el tiempo de la paz. Esta dualidad es un rasgo más de la ambigüedad característica del cuento. Si se considera la ausencia de los soldados en el grabado, es posible comprender más aún el sentido que Denevi aparenta construir en su escrito. Los recuerdos del caballero son de la muerte acechando: “el cráter negro que se abrió donde cayó el aceite […] un trocito de carne de alguno de aquellos caballeros.” La ironía deneviana de contar la muerte en sintonía de diminutivos, de detalles fútiles, como un lúdico accionar del destino: “esto había sido para él la guerra.” El caballero, todos los caballeros eran una pieza más en ese juego de ajedrez que comparten los poderosos de siempre.

La percepción que de la guerra tienen los soldados es como de un terreno ajeno, un espacio de tiempo que les permite recordar voces de otros tiempos “la voz de su madre, la voz de su mujer o de su novia.”Son las voces de un amor capaz de sobrevivir al horror. Denevi siempre recupera a algunos de sus personajes en lo profundo del ser. Recupera al portaestandarte, mancebo joven, lozano y bello con rasgos internos de niño. El soldado es un niño que juega a la guerra y que imagina la existencia fantasmal del caballero. Tiene la clarividencia de la espontaneidad. Sabe que dentro de la armadura ya no es lo mismo. Entiende que está habitada por retazos de hombre: “no conoce sino esa armadura que gesticula […] a lo mejor la pelambre es lo único que resta del caballero.” La imagen caricaturesca del jefe, propia del carnaval caótico de la guerra en la que o que se subvierte es la vida misma, hace “reír al soldado rubio.” El soldado teme perder su vida ridículamente: “quizás ha transcurrido mucho tiempo desde que el caballero se disecó en el interior de la armadura y ellos no se dieron cuenta.” ¿Acaso, en ocasiones,  no es así la muerte? ¿No es un no darse cuenta, un gesto grotesco, una vacuidad?

Es cuando una voz sale de esa nada que es el caballero dentro de la armadura, cuando la vida prorrumpe en una maldición, que el portaestandarte siente miedo.  Entonces, en ese discurrir interno afloran temores infantiles, los de las historias de terror narradas por las noches a los niños: “el soldado se encoge de terror.”  La relación de poder, rota por una risa cándida ante la posibilidad de la muerte, se reinstala con los indicios de la vida. El caballero no ha muerto, pero maldice a la vida naciente en los árboles: “los árboles del bosque […] despiertan, repentinamente se cubren de flores y de frutos.”  

La guerra lo obliga, como a todo hombre, a vivir en un estado artificial, contra natura. Este estado no es el mismo que perciben sus soldados, porque para ellos se trata de una aventura, de un juego morboso: “violan a las muchachas […]la taberna es incendiada.” Todo es un sueño. Denevi hace navegar al caballero entre el ayer y el hoy, en un ambiguo discurrir de pensamientos. No sólo se cuestiona a la muerte absurda: “aquel joven caído sobre la hierba, de cara al cielo.” Se cuestiona al poder que la genera: “el papa y el Emperador que movieron los trebejos del ajedrez de la guerra.” A la desaparición de la vida antes de que el cuerpo deje de respirar: “los saqueos, las emboscadas, el terror, el sueño, el hambre […] los recuerdos recortados del gran cuadro chillón de la guerra.”

Las cavilaciones del caballero, en su camino de regreso, lo llevan en realidad hasta el perro. Hasta ese perro que justificó la escritura automática: “ve un perro, un perro doméstico, un perro vagabundo.” Aquí el autor juega con la idea de que un simple animal le devuelve al hombre la humanidad desprendida del cuerpo y la noción de otro plano de la realidad: “ante ese cuadro casi idílico piensa que […] la guerra había sido para ellos, todo lo más, una noticia difusa.” La ironía arquetípica de los escritos de Denevi está en devolverle la humanidad haciendo que se compare con el animal: “el perro habrá seguido comiendo, durmiendo […]  nunca sabría que […] para el perro el trueno del cañón sería el mismo ruido pavoroso que el trueno de la tormenta.” Mediante la aparente ignorancia de uno justifica la rehumanización del otro: “el caballero ahora siente el orgullo de ser caballero, de pertenecer a la Historia, de haber sido una de las piezas del ajedrez de la guerra.” Instala al caballero dentro de una cruel ilusión, la de sentirse superior a unos campesinos y a un perro: “junto con el orgullo no puede menos que sentir compasión por los labradores […] y hasta una especie de estupor frente a ese perro […] que nunca se enterará…”

Aparecen dos encadenamientos de pensamientos. Uno va desde los Emperadores y el Papa hasta los campesinos y el perro. En este encadenamiento, el último eslabón, como ya se dijo, corresponde a la ignorancia: “ese perro que viene a su encuentro como podría venir al encuentro de un campesino, o del propio Emperador, sin distinguir al uno del otro.” El segundo encadenamiento cuya columna vertebral también es la ignorancia, comienza con el perro y termina con Dios que “conoce en la totalidad y en la perfección de la verdad […] posee la clave que concilia todas las claves fragmentarias.” Como todo hombre (porque el hombre es todos los hombres), necesita de la redención, del perdón por los males cometidos: “Dios […] lo absolverá a él […] de las matanzas, las violaciones y las rapiñas en gracia de su miedo, su sueño, su hambre.”

Cíclicamente, el autor mueve al pensamiento del caballero. Reestructurándolos y dándoles un nuevo sentido, va y viene sobre los mismos indicios: “esta esperanza provoca la sonrisa del cab…” La sonrisa infantil del soldado se transforma en la de su jefe. Los recuerdos de los jóvenes soldados en los del viejo hombre: “piensa en la joven que abandonó hace muchos años.” La supuesta ignorancia del perro es en realidad la ignorancia del caballero. El perro percibe desde lejos a la Muerte. Pero el hombre sueña quiméricamente con reconocimientos y no lo advierte. Se niega a sí mismo la posibilidad de reaccionar frente al final sellado de su vida: “no da ninguna importancia a la actitud del perro.” No quiere darse cuenta de que sus raccontos, la conclusión de lo absurdo de la guerra, la necesidad de perdón son escalones que lo conducen hacia su final.

No habrá perdón para el hombre, no habrá reconocimientos, el perro lo sabe. El aletargamiento del caballero, “ha vuelto a recordar a su mujer, su neblí y el laúd de amor,” despierta sus instintos, “ha olido, alrededor del a armadura, el tufo de la Muerte y del Infierno.” Finalmente, el querido Marco hace notar al lector que ni el caballero, ni el perro saben lo que él, autor, sabe: “quiero decir que si el Caballero razonase de esta manera pensaría que tal vez para Dios las realidades que atrapan a los hombres forman un tejido que no atrapa a Dios.” El autor tiene la última palabra escrita, tal como el lector tiene la última palabra hablada.

La manera en que en este cuento discurre el pensamiento deneviano atrapa al lector en esa red así como el caballero regresa feliz “con la esperanza de que su valor haya entretejido la red en que caiga la mosca Papa, la mosca Emperador, y que su dolor haya entretejido la otra red más sutil en que caerá la mosca Dios.” El final queda abierto, un plano superior y un plano inferior sobrecogen la mirada del lector. El plano superior es eterno, inasible e impasible. El inferior, eterno por lo cíclico: “allá abajo, en el camino, el perro que confunde el trueno de la guerra con el trueno de la tempestad sigue y sigue entablando otra guerra en la que el caballero confunde el ladrido de la muerte con el ladrido del perro.” Vuelto al motivo primero de esta narración, el lector también puede dar un giro a la historia y cerrar un círculo capaz de ser reiniciado cada vez que otro/s lector/es le permita/n al autor vivir en su escritura.

Bibliografía:

Bajtin, M. M.(1982). El problema de los géneros discursivos. El tratamiento del problema y definición de los géneros discursivos, pág. 265. En Estética de la creación verbal.

Beaugrande, R. y Dresler W. (1997). Introducción a la lingüística del texto. Capítulo IX Intertextualidad. Barcelona. Editorial Ariel S.A.

Borges, J. L. (1928). Indagación de la palabra. En El idioma de los argentinos. Seix Barral (1994).

Denevi, Marco (1997): Variación del perro. En Antología de la literatura fantástica argentina – Narradores del siglo XX. Tomo II. Buenos Aires. Kapelusz Editora.

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