Santos Domínguez Ramos

HIJOS DE EVA

Temimos las espinas de la rosa.

Por ser mansos, Señor, fuimos cobardes, 

tibios ante el dolor y la injusticia, 

y Tú nos vomitaste.

Marcados por el hierro de la muerte, 

desnudos ante el frío, desterrados, 

erramos el camino y elegimos 

salvar a Barrabás.

Envueltos en tu ausencia, danos fuerza 

para arrancar de ortigas las palabras, 

y danos el valor 

para empuñar la espada. Danos fuego 

en lenguas derramado, y danos sal 

con que arrasar la tierra.

Es uno de los poemas de Cuerpos a la hoguera, de Luis P. Suárez, que publica Libros del aire.

Con un admirable equilibrio entre el cuidado del verso y un tono conversacional que encauza la fluidez de sus endecasílabos, hay en sus poemas homenajes y guiños literarios; ironía y contención; brasas reavivadas del amor adolescente y ajustes de cuentas con el pasado de quien va tomando conciencia de su propia identidad y forjando un autorretrato moral en estos textos que sostienen un diálogo sin concesiones consigo mismo y con los demás, con la vida y con la tradición literaria, mirada entre la seriedad y el tono paródico de la ‘Canción a las ruinas del camping’, que termina con el estremecimiento elegíaco de esta estrofa: 

las dunas con sus lentas lenguas lamen 

de arena la reliquia, el sitio exacto, 

que guarda de la infancia las cenizas 

que juntos enterramos esa noche 

en que murió tu abuela y el verano.

Escritos desde la aguda conciencia del tiempo de uno de esos cuerpos a la hoguera, la mayoría de estos textos los escribe una voz cercana al lector y distante de sí misma. Una voz que repasa su biografía y habla desde la distancia póstuma de quien desde la otra orilla puede cerrar su libro con este espléndido, corrosivo, apocalíptico poema: 

VALLE DE JOSAFAT 

Y hasta qué punto, dime, he de tomarme 

la vida en serio. Quién puede juzgarnos 

por malgastar el tiempo persiguiéndola

-por qué sentir vergüenza- en otros cuerpos. 

Ninguno vuelve aquí, canta el arpista 

en la sellada tumba de su rey, 

que ahora es polvo, y las generaciones 

se van desvaneciendo, y su recuerdo. 

Marcados por la muerte, también tú 

estás borracho y hueles a sudor, 

y sabes que gritar no salva a nadie, 

y que el olvido es la única certeza. 

Cuando derramen fuego de sus copas 

los ángeles y arrojen en la herida 

la sal que cauteriza, rodarán 

las blancas calaveras que besamos.

Después, solo silencio, el viento helado, 

un páramo desierto, enmudecida 

la cítara, la lira, la siringa, 

la voz de los poetas, la voz de esos 

presuntuosos primates.