Roberto Navia Gabriel
Así como en una novela de José Saramago los personajes se volvían ciegos, en esta historia nuestra, ha sido revelado el dato de que quienes padecen de coronavirus han perdido parcialmente el sentido del olfato. Vivir en un mundo sin la capacidad de oler también es vivir en un mundo en penumbra porque sentir el aroma de las cosas es otra forma de mirar.
La lluvia es hermosa no solo porque se la ve y se la escucha cuando rompe el cielo, cuando las gotas golpean los tejados o las hojas de los árboles o bañan a los pájaros o cae sobre la piel. La lluvia no está completa sin el olor a tierra mojada.
“Huele a lluvia”, decía mamá en las mañanitas y respiraba profundo. Cuando llovía yo sentía que era feliz, como si estuviera leyendo un libro. A papá también le gustaba. Una vez la lluvia nos encontró en el lomo de un cerro. El sol nos estuvo acompañando como un perro fiel y de pronto la oscuridad asomó con sus alas de cuervo. Era la lluvia que llegó con todos sus truenos. Nos protegimos en un cañadón y nunca tuvimos miedo. “Mira cómo huele”, me dijo papá y yo cerré los ojos y empecé a contemplarla con mi nariz y a entender por qué mamá se sentía feliz cuando llovía.
Un libro nuevo no huele igual que uno viejo y ponerlos juntos, uno al lado de otro, es una fiesta que, como Brujas o Cracovia o Praga, acompañan siempre, vaya donde uno vaya. A las ciudades y a los pueblos también se los conoce por el olor. Camiri, por ejemplo, huele a biscochos y al pan caliente de tía Dorita; Pipi, a una canasta con queso y al troje donde tía Nena guardaba el maíz; Sabadell a chocolate con churro en invierno y Bermejo, a los detergentes que doña Lolita compraba al otro lado del río donde ya no existía el país.
A los olores también se los puede llevar en la memoria como un gran equipaje. Hay que saber guardarlos bien para echar mano de ellos, para que ayuden a volver y vengan, como la buena lluvia, a nuestro auxilio.
