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Los libros que se van, las historias que llegan

Una de mis preocupaciones mayores aparecía cuando el libro que había empezado a leer unas semanas atrás, iba llegando a su final.  ¿Qué será de mi cuando termine El Quijote? A esas alturas, el caballero de la triste figura, su dulcinea de Toboso y Sancho Panza ya se habían metido en mi vida. Retornar del colegio para abrir las páginas de aquel que fue uno de los primeros libros de mi vida, era como meterme en ese otro mundo gobernado por los inventores de una felicidad que era capaz de descubrir en la literatura.

Llegar a la última página, a la última línea y a la última palabra era algo comparando con el difícil momento de una despedida, de un estar en la estación de tren para ver marchar al ser querido. Cuando un libro se termina de leer, algo de uno se queda en las páginas y mucho de él se va con uno y lo acompañará siempre, como el París de Hemingway donde el escritor de El viejo y el mar vivió cuando era joven, y que por eso decía que la ciudad luz lo acompañaba vaya donde vaya.

El recuerdo que queda de los libros no es solo su contenido, lo que contaron, sino, esos momentos y las circunstancias en que uno puso todos sus sentidos para olvidarse del resto del mundo. A Rayuela, de Julio Cortázar, por ejemplo, la leí en un dulce invierno de los años 90, en varios viajes del trayecto de mi casa a la universidad, cuando el periodismo aún no había tocado mi puerta, o yo la suya. Sentado en uno de los asientos del colectivo que nunca pasaba puntual, recogiendo a pasajeros soñolientos que salían a carrera de sus viviendas, yo viajaba por las calles de la capital de Francia, donde Horacio Oliveira deambulaba  por los puentes de la ciudad en busca de su amante y de la dueña de su alma.

Pero con un nuevo libro que se va, llega otro que está aguardando en la mesita de noche y así un nuevo tren cargado de historias. Compré Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich, en una librería de Madrid, una tarde de otoño, mientras afuera de los árboles caían sin prisa las hojas amarillas, como las que yo miraba todas las mañanas desde la ventana por donde era posible descifrar el lenguaje de las estrellas.

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