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Capítulo 2: Aquí paz y después gloria

De: Patxi Irurzun / Inmediaciones

La cita con Picio estaba puesta en la redacción. Para mi resultaba todo un chollo porque aquel piso, además de la redacción, era mi casa desde hacía un par de meses, cuando pegué la patada, y esa tarde llovía, y yo tenía las botas agujereadas y me apetecía quitármelas y secarme los pies.

Las calles del casco viejo olían a polvo mojado. El cielo, y las aceras, y los edificios, y también las miradas, los pensamientos de la gente que se cruzaba conmigo, todo era gris, y ese era, siempre había sido el color de Jamerdana, mi ciudad.

Me puse nostálgico. Recordé los conciertos, las borracheras, las partidas de futbolín… Era muy raro, porque el escenario de aquellos recuerdos eran también las mismas calles por las que caminaba entonces, como si fuera un espectro. Tal vez por eso me alegré de ver a Gloria, me sentí su cómplice.

Ella era uno de esos personajes que parecen pertenecer de una forma intemporal a las ciudades, que siempre están en ellas y a las que te encuentras al doblar cada esquina. 

Discutía con un yonki. 

-Bestia, canalla, mostrenco, fulero…-le insultaba, y levantaba su cabecita toda farruca, al tiempo que avanzaba y retrocedía, como un gatito asustado, amenazando con los arañazos de tercera división de su inseparable paraguas.

Gloria era pequeñita y delgaducha y llevaba el pelo lacio, entreverado de canas, sujeto con un par de horquillas del Pato Lucas. Tendría unos sesenta años. En su cara, descosida por infinitas arrugas y alguna que otra cicatriz, destacaban sus dos ojos vivarachos y almendrados y unos labios tan finos y afilados como hojas de acero.

-Cerdo, salvaje, pedazo cochino…-acuchillaba con ellos al yonki. 

Este no le hacía caso. Ya sabía que estaba loca. Al pasar a su lado le dejó en paz y se dirigió a mí.

-Tú, zangano, bruto, felón, gurrumino, dame un par de duros- me pidió.

-No tengo nada, Gloria- le dije. 

Era verdad. Pero eso a ella le daba igual, y también que yo la invitara a café siempre que podía.

-Chulo, matraco, gorrón, majadero- continuó. 

-¿Para qué quieres dinero, Gloria?- le pregunté. 

Era extraño. Gloria nunca pedía. Simplemente entraba en las cafeterías, se tomaba lo que le venía en gana y se largaba sin pagar. Los camareros también sabían que estaba loca y la dejaban en paz. Un café, un bollo menos de vez en cuando era preferible a las acometidas del espadachín loco en que se convertía su lengua cuando la contrariaban.

-Para la pensión. 

Aquello también era extraño. Ella nunca dormía en las pensiones, ni en los albergues, sino en las calles, los portales, a su aire. 

-Lo siento, Gloria, no tengo nada- repetí mirándole a los ojos. 

Siempre que me encontraba con ella procuraba evitarlos, me asustaba el reflejo de la locura al fondo, la pulsión esquizofrénica de lo imprevisible. Esta vez, sin embargo, descubrí que Gloria también estaba asustada.

-Si quieres puedes venir a mi keli- dije

Se negó. El amor a su independencia era más fuerte que el miedo. Por lo menos mi oferta sirvió para que dejara de insultarme. Continué andando, sin volver la vista atrás, antes de que se arripintiera. No obstante, al doblar la siguiente esquina, como si sus zapatitos encantados le hubieran transportado allí por arte de magia, Gloria volvió a aparecer, esta vez azuzando a un chaval de unos quince años, saltando a su alrededor igual que un boxeador que sabe que perderá el combate y la bolsa pero que intenta disimular.

-Burro, canibal, idiota, cunero…- le decía.

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