Márcia Batista Ramos
«Yo soy aquella mujer que escarbó la montaña de la vida removiendo piedras y plantando flores.» / Cora Coralina
Por cosas del destino, vine a vivir a uno de esos tantos pueblos, de Sur América, donde aún no llegó el siglo XXI. En realidad, en todo su esplendor, aun no llegó el siglo XIX. Es una especie de fin de mundo. Donde el tiempo interrumpió su usanza, solidificándose en el paisaje y en la manera de existir de sus habitantes.
Las pocas personas que lo habitan son de edad bastante avanzada, pero se las ve bastante activas y vigorosas, cuidando sus casas (de piedra y adobe), pequeños huertos y jardines.
Son gente muy amistosa, que saluda a cualquiera que pasa, porque creen que el saludo “es de Dios”.
No fue difícil entablar conversación, ni hacer amistad casi de forma inmediata, con todos los vecinos y conocerlos por sus nombres.
La señora Leontina, vecina que vive al frente de mi casa, se acercó a mi puerta con una canasta de verduras frescas como regalo de bienvenida, a presentarse y preguntar de dónde yo llegaba, por qué y cómo, entre otras cosas… Al retirarse me invitó a tomar el té en su casa, para ir a devolver la canasta.
Horneé un pan dulce para devolver la gentileza de la señora Leontina. Crucé sobre las piedras del río que nos sirve de calle y estuve en su puerta. Ella abrió la puerta antes que yo tocara, porque estuvo observando mi travesía, a través de la ventana. Me hizo pasar a la casa y sentarme a la mesa, arreglada a gran estilo para tomar el té.
Conversamos sobre el pueblo que tiene apenas cinco niños y, sus respectivos padres son los únicos jóvenes de la aldea, los demás son personas mayores, que no quisieron dejar su terruño o que regresaron después de una vida en otros lares.
Me contó que el pueblo, estancado en el tiempo, se fundó a unas cinco generaciones anteriores a ella y que curiosamente, mantuvo el mismo número de casas desde su fundación por un grupo de amigos que compraron las tierras, las dividieron y fundaron un lugar para vivir con cierta ternura.
– ¿Ternura? –le pregunté incrédula.
– Si. –dijo ella- La ternura que falta para llamarnos humanos. No hablo de la ternura que despierta un animalito con sus cachorros, esa ternurita que está a la vista y la percibimos cuando nos ocurre hacerlo; porque es tan cotidiana y al alcance de todos, que nadie la quiere percibir, tal vez porque no cuesta nada. No. No se trata de la ternura que la vida nos regala cotidianamente, cuando te sientas al aire libre y el sol te acaricia el cuerpo entero y te acuna como en brazos maternos… Eso, es regalo del universo, es gratis. En el mundo, ya no cuenta; porque casi nadie, la percibe y valora.
Nuestros más antiguos, eran revolucionarios a su manera y, pregonaban una ternura inconformada y crítica de la forma de vida pequeño burguesa.
– ¿Cómo la ternura que nos enseñó Mario Benedetti? ¿la ternura que no cabe en éste mundo mercantilista en que vivimos, donde todos quieren consumir más y más, soñando con los ideales capitalistas?
– Algo así. Pero un poco más profundo. – aseveró la señora- Porque, nuestros antiguos, nos enseñaron a no creer en ideales que se alcanzan con fusiles, con pérdida de vidas y dolor. Nuestra ternura revolucionaria, que heredamos de ellos, está ligada al amor y a la libertad; nos hace acercar a las cosas como realmente son: sencillas.
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Era impresionante como la filosofía transmitida de generación en generación abarcaba la esencia de algo tan asombroso como la misma existencia. Por eso, se puede entender, porque ellos no tienen asfalto, televisión y otras cosas, que nuestra cultura cree que es esencial para vivir cómodamente.
Por eso, ellos siembran y cosechan todos los frutos de la tierra y al cultivar sus flores, cultivan su espirito. Porque son conscientes que ni siempre tras la cuidada siembra la cosecha es abundante. O que el resultado, de lo que fuere hace justicia al esfuerzo, porque les fue inculcado, por sus ancestros, que la vida es bella, a pesar de ser una caja de pandora, donde no siempre las historias tienen un final feliz.
La señora Leontina, provista de la sensibilidad de las personas buenas, con la ternura de la que no hay forma de huir, porque corre por sus venas y se manifiesta por medio de su palabra limpia y brillante. Conversó conmigo como quién se abre a la vida, llenando mi mundo tímido de un hermoso universo que llena el alma y el corazón, con cosas pequeñas y sencillas, al tiempo que son grandes como el mar e infinitas como la luz. Porque así es la ternura.
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Las horas, fueron generosas, porque pasaron lentamente, permitiendo que yo aprenda y disfrute de sus sabias palabras.
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El té negro, con florecitas de jazmín y un toque de vainilla, era el complemento ideal para los pasteles, las palabras y la presencia de los ancestros de la señora Leontina.
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Ella me explicó que la ternura es una especie de viaje al centro de nuestras emociones, las que nos convirtieron en lo que somos. Es un retrato fiel de nosotros, que, a través de nuestro verdadero poder de entrega, muestra el corazón humano, siempre debatiéndose entre el miedo y la esperanza.
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Estuve muy grata por las puertas que ella abrió para mí, al compartir conmigo su saber inagotable.
Al final de la tarde, ella me dijo, que la ternura como la vida es algo sencillo, es el compromiso con el ser humano, sea negro o blanco, hombre o mujer.
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Vivimos en tiempos complicados, con muchas miserias deambulando y acechando a la mayoría de las personas. De la misma manera, cohabitan en el planeta, personas que dan todo el amor posible, incondicionalmente, a todos los seres que cruzan en su camino, sin ninguna certeza de poder celebrar la victoria de su actitud en el límite del bien.
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Fue en aquella tarde, en casa de la señora Leontina, en ese lugar donde el siglo XXI aún no llegó, en esa especie de fin de mundo, que descubrí la ternura.