Guillermo Ruiz Plaza
Se habla mucho de los escritores y a menudo se olvida a los lectores, que son la culminación y el sentido mismo del acto literario. « Que otros se jacten de las páginas que han escrito », dijo Borges, « a mí me enorgullecen las que he leído. » Y es que en la lectura hay una lucidez que no siempre tiene la escritura, porque «el conocimiento habla y en cambio la sabiduría escucha. » Esto último lo dijo Jimmy Hendrix, que, como ustedes saben, no era escritor sino lector, y también, claro, un guitarrista inolvidable. Yo creo que todo lector es en el fondo un músico.
En cierta forma, todos somos lectores. Leemos constantemente la realidad. No hay hechos, solo interpretaciones, y en esa tarea cotidiana, los libros nos acompañan y nos guían. Frente al ruido aturdidor del mundo, frente a las mentiras del poder, frente a la amnesia interminente que parpadea en la prensa y la televisión y las redes sociales, frente a la anestesia de la rutina, el libro nos ilumina y nos conduce por un camino en el que los clásicos resultan más actuales, más frescos y más significativos que el periódico de esta mañana, cuya información es efímera y cuyo punto de vista a menudo depende de intereses particulares. Porque –repito con Nietszche– no hay hechos, solo interpretaciones.
No digo que todas las respuestas se hallen en los libros; digo que en ellos están las preguntas correctas, las que de verdad importan, las que deberíamos plantearnos al leer la realidad, al encarar a los otros y también al encararnos a nosotros mismos. En suma, gracias a nuestras lecturas vamos configurando una brújula interna que nos permite navegar –sin perder el norte ni la esperanza– por las aguas turbias de la realidad.
Y esto se debe en parte a que la lectura nos permite salir de nosotros mismos, abordar la realidad desde otras miradas, desde otras épocas, desde otras clases sociales, desde otros países y continentes.
Podemos sentirnos indeciblemente cerca de un campesino ruso de la segunda mitad del siglo XIX gracias al arte de Tólstoi, que nos ha dado a través de su criatura de palabras una clave íntima de nuestra propia vida.
Podemos comprender mejor el presente de nuestro país al leer una de las alegorías de Platón: la de un hombre que era honesto y justo –o que al menos lo parecía– hasta que se hizo con un anillo de invisibilidad. Pues el anillo, al hacerlo invisible, le permitió dar rienda a todos sus deseos, también los más bajos, de forma totalmente impune. Ese anillo, nos sugiere Platón, es el poder. Y ese hombre puede ser cualquier hombre.
Podemos aprender de nosotros mismos cada vez que visitamos un libro querido, porque los libros cambian al mismo tiempo que nosotros. Son el río de Heráclito, ese río en que no podemos bañarnos dos veces porque nunca es el mismo. Así, aun los más conocidos o los que mejor creemos conocer, son una fuente interminable de novedad y asombro. La relectura es necesariamente redescubrimiento y no podemos sumergirnos dos veces en el mismo libro.
Los libros son la memoria y los sueños de la humanidad, pero estos permanecerían aletargados y mudos si no fuera por los lectores, que despiertan la música que late en ellos. El libro de buen amor, de Juan Ruiz, empieza hablando con voz propia:
De todos instrumentos yo, libro, só pariente:
Bien o mal, qual puntares, tal te dirá ciertamente.
Así, cada lector sacará del libro una interpretación o una música distinta.
La vida también es un instrumento y de nosotros depende sacar de ella alguna música.
Confucio decía que tenemos dos vidas y que la segunda empieza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una. Hoy, 23 de abril, Día Internacional del Libro, celebremos juntos este vicio, el de la lectura, que, al contrario de otros, no nos embrutece ni anestesia, sino que nos mantiene despiertos y lúcidos, nos incita a vivir cada día con mayor intensidad y nos ayuda a sobrevivir espiritualmente –es decir, a sacar chispas de música, de sentido y de luz– en este mundo materialista y violento.