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La lúcida desolación de la izquierda seria

José María Ruiz Soroa

Ensayo publicado en la revista Red de Libros de España

Este libro de Felix Ovejero trata, desde luego, de lo que anuncia su título, es decir, de la deriva posmoderna de tintes reaccionarios de una parte de la izquierda intelectual y política, pero no trata sólo de ello, ni principalmente de ello. El grueso de su contenido (que en gran parte proviene de trabajos previos ahora reelaborados) está más bien dedicado a describir tanto la evolución histórica como el fracaso final y sin paliativos de unas ideas –las socialistas– acerca de cómo organizar una sociedad decente, es decir, cómo acceder a un Estado en el que el ser humano pudiera gozar de las mejores y mayores posibilidades para una autorrealización personal libre de dominación material. Es por eso que, objetivamente consideradas sus conclusiones, es un libro desolador para la gente de izquierda, que es para quienes está escrito. Pues hay que advertir que Félix Ovejero escribe sólo para su gente, para quien comparte la idea socialista, no para quienes cultivan otras ideas, sean los conservadores o los liberales.

Desolador, sí, aunque debe decirse en su favor que en ningún momento incurre en los vicios típicos de los intelectuales desolados. La jeremiada, el resentimiento moral, el orgullo despechado, la superioridad ética, son todas reacciones en las antípodas de las del autor, que, muy por el contrario, prefiere analizar y diseccionar con lucidez, finura y elegancia tanto las estaciones por las que ha transitado el fracaso histórico del proyecto socialista como los motivos por los que se ha vuelto altamente implausible y difícilmente sostenible en una sociedad como la contemporánea, de acusada complejidad y de pluralismo acentuado.

Y ni que decir tiene que tampoco comparte territorio el autor con las propuestas de sabor populista que pretenden analizar la realidad con una heurística caracterizada por un uso excesivo del voluntarismo o moralismo («los problemas derivan de la iniquidad de cierta gente»), por el sentimentalismo («las emociones suplen a los argumentos»), por el anticientifismo («el mundo es una construcción cultural») y, para terminar, por una apoteosis del perfeccionismo impoluto («si no es perfecto, es basura»).

Nada de esto. El libro es un placer para la inteligencia: las ideas están bien explicadas y no se deja recodo argumental sin explorar dentro del pensamiento igualitarista. Para la izquierda y desde la izquierda, pero las serias, se trata de un libro exhaustivo. Va implícito en lo anterior que, para entender correctamente este libro y, sobre todo, para entender «desde dónde» está escrito, hay que tener en cuenta que Ovejero no maneja una concepción sociológica de lo que hoy sería la izquierda o el socialismo. No valen como socialistas muchos que se consideran hoy tales sin otra razón que la de denominarse así en el mercado político, o ser percibidos bajo ese signo en la usual escala de posicionamiento político. No, el autor parte de un concepto estipulativo de lo que entiende por socialismo o izquierda, de una definición que remite al tipo de pensamiento o ideas que abrazan el proyecto racionalista y humanista de la Ilustración y lo llevan a su desarrollo pleno al defender que el fin de la política está en el logro de una sociedad que reparta igualitariamente entre todos las oportunidades vitales, suprima la dominación heterónoma sobre el individuo y haga así posible que la persona pueda realizar sus posibilidades con total libertad. Es la idea de Marx y también –según Ovejero– el ideal social de Aristóteles y Kant. Unas ideas que están resumidas, como el autor subraya en varias ocasiones, en el lema de la Revolución francesa «libertad, igualdad y fraternidad», con la condición, sentada por Marat, de que las tres cobren cuerpo «en una República unida e indivisible».

Qué quedó del socialismo

Dos terceras partes del libro están dedicadas a describir este proyecto ideológico y sus fundamentos éticos, a relatar de qué forma particular ha ido avanzando la idea socialista en la historia, mediante revueltas, tensiones y revoluciones (con un resultado global positivo, por mucho que algunas se hayan pagado con retrocesos desastrosos), y a mostrar que, por sí mismo, el proyecto socialista incluía tanto una promesa con base científica de redistribución radical de los bienes y de las oportunidades como la aspiración a una democracia política exigente en la que el autogobierno de todos los ciudadanos, reflexivos y deliberantes, encontrara por fin lugar. Socialismo y democracia iban inexorablemente unidos en las ideas de la izquierda, por mucho que en el de su realización política histórica tuvieran desencuentros ocasionales.

La obra analiza concisa y claramente por qué esas propuestas y promesas han fracasado en el mundo contemporáneo y se han vuelto altamente improbables: sobre todo por el hecho de que la «hipótesis de la abundancia» se ha demostrado radicalmente imposible. Hoy sabemos, dice Ovejero, que ninguna sociedad puede ser una sociedad de la abundancia, ni la generada por un modo social de producción específico como el capitalismo ni por ningún otro que imaginemos en su lugar, pues el crecimiento ilimitado es imposible. Y, sin abundancia, resulta más que dudosa la posibilidad de motivar y organizar una transición al socialismo como no sea mediante una modificación radical de la antropología humana, construyendo un hombre nuevo dotado de motivaciones exclusivamente altruistas. Esto último implica creer en algo tan improbable como la infinita plasticidad de la condición humana. En cualquier caso, sería imposible realizar la transición sin recurrir a un grado de autoritarismo coactivo que destruiría por el camino los valores que dice perseguir. Y eso sin hablar de otras hipótesis operativas de Marx, de alcance más limitado, que también se han revelado un fiasco.

Fracaso también en cuanto a la democracia. Pues si el socialismo era el inspirador, el partero y el guía intelectual de la democracia entendida como autogobierno de unos seres libres y fraternos dentro de una república indivisible, en la realidad lo que Occidente ha terminado por tener es una democracia simplemente liberal (ya de por sí pobre por miedosa) y, además, en su peor versión, la de la democracia como método de competición electoral de inspiración schumpeteriana. Algo así como un simple sistema de selección de elites gobernantes a través del voto, un sistema que genera una competición insensata en ofertas por parte de unos partidos políticos que buscan adecuarse a las preferencias manifiestas del público, que a su vez vienen distorsionadas por el egoísmo de grupos sociales bien situados y la búsqueda de rentas (pues el público aprende rápido cómo se consiguen las políticas favorables a sus intereses). Este pobre sistema se complementa con una trama institucional blindada de derechos personales y políticos (el Estado de Derecho constitucional) que se inspira al final en un alto grado de desconfianza ante la ciudadanía. Es una democracia de baja calidad que puede satisfacer a los liberales, a quienes se contentan con la libertad negativa, o a los conservadores adoradores de la supuesta espontaneidad del mercado como mejor regulador de conductas, pero que para el socialismo es un fracaso en toda regla.

John Maynard Keynes, 1945
John Maynard Keynes, 1945

De ese naufragio –siempre según el autor– quedan algunos restos, por lo menos en Europa. Queda, sobre todo, un pecio, pomposamente denominado «Estado de Bienestar», que la izquierda moderada socialdemócrata, después de habérselo apropiado como un logro político particular suyo (con algo hay que consolarse), concibe a la manera de un cuidadoso artefacto de depurado diseño racional: Keynes, Beveridge, la planificación y así sucesivamente. Pues ni una ni otra cosa. Félix Ovejero es implacable al describir con quirúrgica precisión que el dichoso Welfare State es un subproducto de variadas intervenciones y casualidades históricas, un resultado bastante inintencional y, por eso mismo, agregativo y un tanto caótico, lleno de ineficiencias y redundancias. Aunque es cierto, y así lo advierte, que es lo mejor de lo que queda. El problema es que –implacable lógica la de Félix– es más que dudosamente sostenible en el futuro. Y no tanto por las razones que suelen alegarse para ello, como son la apertura de los sistemas económicos nacionales que comporta la globalización y que obliga a las políticas públicas estatales a competir a la baja (bottom race), como por una razón sistémica: el Estado de Bienestar requiere para sostenerse de la difusión social de virtudes ciudadanas, esas que son capaces de hacer que la persona perciba el bien del conjunto a largo plazo y lo anteponga al propio e inmediato. Y de instituciones que las incentiven. Pero el funcionamiento real del Estado de Bienestar y de la democracia de mercado hace disfuncionales para el individuo esas virtudes desde el momento en que enseña a cada cual, o a cada segmento social, a buscar su propia conveniencia mediante el uso táctico del voto: los reduce a consumidores de derechos y prestaciones. Es una constatación vieja que usó ya Jürgen Habermas en su análisis del capitalismo tardío: un sistema que surge y vive gracias a consumir unos recursos conductuales y culturales de la sociedad que, sin embargo, no es capaz de reproducir a futuro.

Por otro lado, observa el autor, lo que en principio era contradictorio (es decir, presentar como acabado proyecto de intervención social diseñada racionalmente lo que no es sino el resultado final e imprevisto de complejos conflictos de intereses y de renuncias) puede ser incluso contraproducente y volverse contra la misma izquierda, pues da munición intelectual a todos los debeladores de la intervención social y, ya puestos, a condenar la idea misma de la política como acción racional. Al final no queda muy claro si el Estado de Bienestar es para Ovejero lo bueno de la poca izquierda que subsiste o un ídolo de la izquierda reactiva.

Ovejero pasa revista, y se le agradece su capacidad inmensa para hacer fácil el pensamiento complejo, a algunos pensadores de izquierda que resisten todavía y que se empeñan en discurrir alguna forma de hacer viables unas sociedades igualitarias. Son las que llama «propuestas de izquierda en tiempo de tribulaciones», entre las que destacan las de Gerald Cohen en su Por una vuelta al socialismo y las de Erik Olin Wright en Construyendo utopías reales. Ideas bien trabadas e inteligentes, análisis lúcidos de cómo interfieren los valores de la libertad y la igualdad, pero que, al final, recalan todas –lo advierte el autor– en la misma «bahía de la decepción»: el buenismo o el moralismo, en el sentido de que condicionan cualquier posibilidad de su realización efectiva a un cambio de actitud en las personas; es el déficit insalvable en el terreno de la institucionalización operativa de la teoría: nadie parece capaz hoy de dar el salto del ideario socialista al modelo operativo político o social que lo ponga en marcha, aunque sea limitada o sectorialmente.

Desilusión también con la mejor teoría, por tanto, aunque dice Ovejero que por el camino se han cosechado algunos resultados y se ha obtenido valiosa información: «Hoy sabemos que la democracia no conjura todos los males, que la participación sin reglas explícitas no mejora las decisiones ni asegura la libertad y que ningún proyecto económico de envergadura podrá prescindir del mercado». No es mucho, «aunque ayudará a las gentes de izquierda a no despilfarrar energías y a no repetir despropósitos colectivos que sólo trajeron padecimientos, como los del socialismo real o los del hombre nuevo» (p. 239).

Estos hechos significan que el fin del camino histórico e intelectual del socialismo estricto no es otro que el del «liberalismo triste», como reconoce implícitamente Ovejero

Para quien lee estas reflexiones desde una ideología y una comprensión de la política diversa de la socialista de Ovejero, en concreto desde una precomprensión liberal, sorprende un tanto el hecho de que estas observaciones no difieran para nada de las que ya hace tiempo alcanzó la teoría política de inspiración liberal y sentido realista. Y, sobre todo, que encajen perfectamente en el desarrollo de los modelos procedimentales de democracia más corrientes. Porque estos hechos significan que el fin del camino histórico e intelectual del socialismo estricto no es otro que el del «liberalismo triste», como reconoce implícitamente Ovejero: «Hace ya tiempo que sabemos que la mejor sociedad no será el paraíso, sino el infierno más llevadero […], como nos recordaron las mentes más lúcidas y honestas, y las más radicales» (p. 76).

Quizá sucede que el relato completo del nacimiento, desarrollo, lucha y fracaso final del socialismo, tal como lo presenta Ovejero, es un paradigma completo y cerrado en el sentido fuerte de este término. Uno puede estar en desacuerdo con este o aquel punto concreto del relato y mostrar sus dudas ante ciertas afirmaciones. Por ejemplo, a mí me ofrece muchos reparos intelectuales la afirmación de que Aristóteles, Kant y Marx coinciden en valorar el desarrollo de la personalidad individual como el fin último de la sociedad. ¿Hablan los tres del mismo concepto de individuo y tienen la misma concepción de la sociedad, o están hablando en realidad de cosas distintas? O, también, me ofrece serias dudas la afirmación de que en el pensamiento de Marx latía una concepción ética interna que hubiera suscrito incluso Kant, porque ponía el fin de la libertad humana como autodesarrollo por encima de todo; una ética implícita que se volvía innecesaria en el estadio final de la evolución social (en «Jauja»), mientras que aparecía como pura trampa formalista durante la transición al socialismo. Me parece un retorcimiento del significado de la ética como guía del comportamiento. En Marx nunca hubo una concepción de la política, o de la ética, como realidades autónomas separadas de la dialéctica economicista. Es lo que advirtió Eduard Bernstein y, con él, todo el revisionismo teórico y reformismo político, responsables de los mejores logros del liberalismo en la actividad socialista práctica.

Pero todo esto es hasta cierto punto anecdótico, porque el paradigma socialista no va a verse afectado por discrepancias puntuales. La cuestión es otra, en concreto la de la pluralidad de los paradigmas ilustrados. Es decir, que tiene razón Ovejero al decir que el socialismo es heredero en línea directa de la Ilustración. Pero se equivoca al decir o sugerir que es el único heredero o el heredero más fiel. Pues junto a él, y con los mismos, si no mejores derechos de filiación, están el anarquismo y el liberalismo, unos paradigmas políticos diversos del de la izquierda.

Y sucede que, si uno piensa desde el universo mental liberal, entonces lo que al socialismo le resulta un fracaso al liberal se le aparece como un éxito: la libertad y la igualdad política han aumentado grandiosamente para la humanidad gracias a unos sistemas políticos que no son ni pretender ser «democracias», sino Estados de Derecho protectores de los derechos humanos y abiertos cautelosamente a un muy limitado y tasado autogobierno popular. La «democracia real» que echa en falta el socialista nunca figuró entre los objetivos del liberal, que siempre supo más de limitaciones cautelosas que de desarrollos pletóricos. La igualdad que, junto con la libertad, defendió el credo liberal no era la igualdad de bienes o posibilidades del socialista, sino la igualdad política. Y así sucesivamente.

La deriva reactiva y reaccionaria

Al examen de las que califica «derivas reaccionarias» es a lo que se dedica Ovejero en el tercio restante del libro, que constituye su aportación más novedosa. Parte de la constatación general de que al socialismo o a la izquierda les habría asaltado últimamente la brigada ligera del posestructuralismo, lo que, con muy poco esfuerzo intelectual, les habría llevado a recaer en posiciones directamente reaccionarias o antiilustradas, como son las del comunitarismo y el nacionalismo culturalista o identitario. Esta brigada ha regurgitado un tipo de ideas que son precisamente aquellas contra las cuales el socialismo construyó en la historia su propia identidad, que era la de una izquierda racional, universalista y cientifista. Junto con ellas, dice el autor, la izquierda ha comenzado a sentirse comprensiva con la sinrazón religiosa a pesar de que en sus genes llevaba (debería llevar) la crítica a las religiones como lo que en realidad eran: auténticos viveros de irracionalidad y los trampantojos de la injusticia. Y, en el lado más económico, se ha vuelto profundamente enemiga del proceso globalizador que la razón y la ciencia pusieron en marcha hace ya siglos y por los cuales el Manifiesto comunista daba entusiasta las gracias a la clase burguesa y al capitalismo.

Son tres patologías diversas cuya exposición y crítica por parte de Ovejero no merecen el mismo juicio. En cualquier caso, conviene anotar el doble sentido del calificativo de «reaccionarias» aplicado por el autor, pues designa tanto el disvalor ínsito de tales posturas vistas desde la mente ilustrada como su génesis reactiva. En efecto, parte de la izquierda real que perdió hace ya tiempo el rumbo intelectual anda buscando nuevos santos a los que encomendarse, en una actitud que se pone a contrapelo de lo que fue buena parte de su historia, caracterizada precisamente por la confianza fanática en el progreso y en la razón: hoy piensa de manera reactiva ante una realidad que le asusta, y así incide en posiciones reaccionarias.

Pero vayamos al juicio sobre «las reacciones reaccionarias» que denuncia el libro: poca duda cabe del apogeo espectacular del nacionalismo culturalista o identitario en la inteligencia catalana, así como de la aceptación entre resignada y acomplejada de la corrección de sus fundamentos ideológicos en el pensamiento político español contemporáneo. Un fenómeno que, en el plano intelectual, se abastecería de munición en el comunitarismo de allende el Atlántico de Michael Sandel, Charles Taylor o Michael Walzer. Pero es más dudoso que este revival identitario pueda considerarse una deriva generalizada de la izquierda racionalista y universalista en el resto de Europa. El caso catalán que presenta Ovejero es un caso muy circunscrito en su alcance, y el nacionalismo culturalista e identitario es, allende nuestras fronteras, más bien patrimonio de las nuevas derechas.

Parece urgente un debate intelectual y político sobre la conciencia nacional española que ha venido hurtándose durante decenios

En el caso de la religión, parece muy exagerado atribuir a la izquierda o al socialismo, en general, una deriva reaccionaria que consistiría en aceptar sin reparo, e incluso con gusto, la presencia de la religión como actor relevante de la escena pública. No parece ser tal el caso en una Europa que incluso rechazó mayoritariamente la simple mención a los genes históricos cristianos de la democracia liberal hace no mucho tiempo. El «coqueteo con los fundamentalismos» de que habla Ovejero parece que expresa, más que una actitud hacia la religión como tal, una postura relativista que venera los rasgos de la diferencia cultural (en este caso, el religioso) como valor positivo. Es decir, no es sino una manifestación de las ideas comunitaristas acerca de la cultura grupal como elemento necesario y respetable para la autodefinición del individuo como persona.

El capítulo que dedica el libro al examen del lugar de los ciudadanos religiosos (provistos de una verdad metafísica) en la democracia, examinando las opiniones de John Rawls y Jürgen Habermas (así como los interesados deslices de Joseph Ratzinger), no parece que guarde mucha relación con las preocupaciones de la izquierda. Admitir la invocación de la razón religiosa en el ámbito de la sociedad civil es un problema, desde luego, para el tipo de democracia por el que opta el autor, una democracia deliberativa con aspiraciones epistémicas. Si la democracia es un debate racional en pos de la verdad, la razón religiosa debe estar excluida a priori del juego democrático por su carácter particular, absoluto y racionalmente incomunicable. Pero, en una concepción más procedimental de la democracia, no parece que su juego sea inadmisible, por lo menos si nos referimos a religiones que han hecho ya el tránsito a la admisión de la secularización de la política.

Y queda la deriva que consistiría en el rechazo acrítico y un tanto perezoso de los valores positivos de la globalización en su vertiente económica y social. Es la parte menos trabajada y elaborada por Ovejero, que se limita a constatar que, si bien el proceso globalizador ha traído mejoras sustantivas en las condiciones de vida de la humanidad (con el contrapeso –discutible– del aumento de la desigualdad), hay, sin embargo, víctimas reales y perdedores locales en ese proceso. Perdedores que se localizan sobre todo dentro de unas sociedades europeas cargadas hasta ayer de expectativas crecientes. La frustración consiguiente la aprovechan sectores sociales y políticos para reclamar populistamente fronteras, aranceles y protecciones. Bastante obvio, pero en absoluto patrimonio exclusivo de la izquierda.

Hasta cierto punto, parece que Ovejero está tan centrado dentro de su universo intelectual y político de izquierda que tiende a asumir y valorar como afecciones particulares de la izquierda lo que al final no son sino fenómenos de mucho más amplio espectro. El cambio del paradigma de la distribución al paradigma de la identidad es un fenómeno de la evolución social e intelectual occidental que vale para todos, derechas o izquierdas, conservadores, liberales o socialistas. Como decía Pierre Rosanvallon, la conciencia social dominante ha mutado desde un individualismo de lo universal o lo similar a un individualismo de la distinción. Hoy resultaría simplemente necia aquella frase de Goethe cuando afirmaba que «debemos cultivar nuestras virtudes, no nuestras peculiaridades»: esa era la Ilustración antes de la pasada por el Romanticismo.

Pero la implacable crítica intelectual de Ovejero al nacionalismo identitario y culturalista, afín al peor historicismo savigniano, ese nacionalismo particularista que se enseñorea de las Españas o de sus mentes, está absolutamente sobrada de razón. En nada podría mejorarla su glosa detallada aquí. Como en tantos otros asuntos de este libro, la lucidez del autor corre pareja con su capacidad analítica y expresiva.

Las Margaritas carlistas cosen ropas para las tropas de Franco en San Sebastián, 1936.
Las Margaritas carlistas cosen ropas para las tropas de Franco en San Sebastián, 1936.

Me gustaría hacer finalmente dos llamadas de atención a aspectos complementarios de la exposición del autor. El primero, que su idea de una izquierda socialista que habría sido siempre partidaria radical de los Estados grandes e indivisibles como ámbitos necesarios para el desarrollo de un proyecto de progreso y democracia (la conocida crítica de Engels a los «pueblos sin historia») no es del todo exacta. La izquierda socialista fue jacobina con Marx y Engels por motivos fundamentalmente estratégicos, porque convenía a su política. Pero no tuvo inconveniente en aprovechar los nacionalismos culturales cuando le convino, caso de irlandeses y polacos. En realidad, no hay un tratamiento específico y detallado del tema nacional en el socialismo hasta Iósif Stalin (cuyas tesis eran descaradamente nominalistas) o el austromarxismo de Karl Renner y Otto Bauer (este mucho más interesante, pero atento precisamente a los rasgos culturales tanto como a los políticos). Y, si ampliamos la nómina de la izquierda al ideario de la Revolución Francesa, deberíamos no olvidar que la nación republicana fundada en valores universales del comienzo se tiñó pronto de particularidades culturales. Incluso el laicismo francés es en gran parte nacionalismo cultural disfrazado. Vamos, que la nación fundada única y exclusivamente en el patriotismo constitucional clásico (ubi bene, ibi patria) nunca ha pasado de ser un «tipo ideal» sin existencia real, como todos los dichosos tipos.

Por eso, apelar a un principio rígido de «unidad e indivisibilidad del cuerpo político» (sobre el que sólo podrían decidir todos juntos, porque es un condominio de todos) me resulta una propuesta de Ovejero un tanto unilateral, que desconoce los elementos históricos contingentes por descontado, pero simbólica y socialmente relevantes, que han configurado a ese condominio como lo que es en su totalidad: una nación que no es sólo política ni es sólo cultural. Y de ahí las tensiones que no se resuelven desde la unilateralidad.

Sucede, por llevar el planteamiento a la actualidad más inmediata, que el total rechazo a cualquier contenido culturalista o histórico del nacionalismo que hace Ovejero, y su reivindicación sin fisuras de un nacionalismo sólo político (el «patriotismo constitucional» de Dolf Sternberger o el «patriotisme des Lumières» de Alexis de Tocqueville), por mucho que se haga desde la mejor de las razones intelectuales, colabora indirectamente a mantener petrificada una situación indeseable que se produce en la sociedad y la política españolas: en concreto, la situación de identidad disminuida y devaluada que aqueja al sentimiento de identidad española por contraposición a la identidad reforzada que poseen los nacionalismos periféricos. Helena Béjar ha destacado con acierto que el sentimiento nacional español está aquejado de un síndrome de privación relativa respecto a los prestigiosos catalán y vasco. A lo que se añade la probada incapacidad de los partidos de centro o izquierda para dotar de un contenido liberal y respetable –normal– a este nacionalismo panespañol, de manera que el sentimiento de pertenencia patrio no encuentra una forma de expresarse que no sea caricaturizable de inmediato. El nacionalismo español termina preso en un callejón sin salida: si no se afirma, demuestra sus carencias; si lo hace, exhibe su carácter autoritario.

Creo que el sentimiento nacional español, que existe vivaz en nuestra sociedad, como han demostrado los acontecimientos catalanes, precisa urgentemente de ser normalizado, tanto en su propia expresión y contenidos como en su aceptación por parte de las elites políticas de izquierda o progresistas, que deben simplemente empezar a saber existir con él. Sentirse español y decirlo no es facha, es tan normal como sentirse francés y proclamarlo: ¿por qué, sin embargo, hacerlo se califica automáticamente de castizo y rancio? No es de recibo que la socialdemocracia –no digamos los sociopopulistas– se sacudan incómodos cualquier expresión de españolismo como una cosa de catetos, amas de casa o franquistas nostálgicos, al tiempo que se inclinan obsequiosos ante las expresiones más hirientes para la libertad y la igualdad en que, con frecuencia, se esmeran las culturas envidiadas y tenidas en el fondo por superiores: las de ellos. La falta de autoestima como nación es el lastre de la política española, también de la de izquierda, y una de las causas de su entreguismo sempiterno ante los periféricos.

Pues bien, la posición de Ovejero, la de reivindicar un nacionalismo sólo y enteramente político, no hace al final sino desviar la atención de esta candente cuestión (tan candente que llevamos cuarenta años sin siquiera afrontarla) y, con ello, dejarla para las calendas griegas. Cuando, más bien, lo que parece urgente es un debate intelectual y político sobre la conciencia nacional española que ha venido hurtándose durante decenios.

Segunda observación: en el pensamiento de la izquierda socialista clásica, desde Marx, latía un mecanismo que hacía que al intérprete le resultara fácil deslizarse desde las concepciones universalistas de las personas y sus valores a las concepciones situadas y particulares, como ha sucedido en los últimos años con el comunitarismo y con la comprensión socioidentitaria del individuo. Me refiero al asunto de la abstracción de los derechos y de su crítica por parte de Hegel o Marx. Para la Ilustración estándar, el individuo y sus derechos se conciben de manera abstracta, desvinculados de su situación particular, porque es el camino para llegar a la universalización necesaria de sus derechos. Para Marx, esa abstracción no hace sino ocultar las relaciones reales de clase, de manera que los derechos del hombre son una abstracción inoperativa, una auténtica robinsonada. Comenzó entonces lo que Leszek Kołakowski llamaba «la jerga del hombre concreto», la cual pretendía que el hombre abstracto no era sino una estrategia intelectual para obviar la importancia de las relaciones reales (históricas, económicas o de otra clase), únicas de verdad determinantes. Toda la historia del socialismo está teñida de una constante apelación a la substantividad de lo «real» por oposición a lo «formal» o «abstracto», tanto cuando se habla de sujetos o de derechos como de democracia. Pues bien, para los marxistas desengañados de los años ochenta no debió de ser difícil transitar a una nueva concepción que, de nuevo, denunciaba la abstracción del sujeto liberal como una operación que ocultaba sus determinaciones reales, esta vez culturales, y su pertenencia a un ámbito social donde se descubría concreto, vinculado, comprometido y cohesionado. El feminismo, o cierto feminismo, nos muestra hoy una operación similar de des-abstracción del individuo y descubrimiento de su género como instancia real necesaria para su adecuado reconocimiento.

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008), El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2011) y Elogio del liberalismo (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2018).

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