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La mísera legitimidad del gobierno transitorio

Desde la teoría. Legitimidad implica consenso. En el marco del sistema presidencialista boliviano, donde el primer mandatario/a es a la vez jefe de gobierno y Estado, su legitimidad es necesaria para tener gobernabilidad.

Desde la práctica. El gobierno de transición tiene una mísera legitimidad, el amparo legal en el que se sustenta fue una medida necesaria para llenar el vacío de poder luego de la renuncia de Morales, dar certidumbre a la gente y convocar a elecciones, no obstante, la pandemia trastoco el horizonte de eventos porque el proceso pre-electoral se pone en suspenso y retorna el estado de incertidumbre, pero con un gobierno que despide un tufo autoritario y considera el Estado como su patrimonio privado.

Por efecto del COVID-19, la gente no sólo tiene hambre y miedo, también decepción. Tres golpes al hilo que esperemos puedan ser superados los más antes posible. Como escribe Gina Kolata (NYT,2020), las pandemias tienen dos tipos de final: el médico, que ocurre cuando las tasas de incidencia y muerte caen en picada, y el social, cuando disminuye la epidemia de miedo a la enfermedad. Como vamos, es posible que el final de la pandemia  sea social y no médico. Ello nos sugiere que el miedo a morir será superado por el hambre que asecha. ¿Y la decepción política? Seguirá su curso en función de las decisiones de la presidenta.

Ahora bien, se debe tener como conocimiento básico que el gobierno representativo nació bajo una ideología que postulaba una armonía básica de intereses en la sociedad, aunque ello no implique que los fundadores desconocían los conflictos, pues, como observaba Madison: las fuentes de facción latentes están en la naturaleza del hombre (Przeworski, Adam, 2010). Si una sociedad no tiene conflicto de intereses entonces está muerta. Las voces críticas del ciudadano hacia las chambonadas de la gestión,  y la demanda de elecciones por parte de los partidos políticos opositores, son síntomas de que estamos vivos y queremos un gobierno representativo con legitimidad porque así las decisiones políticas –a pesar que tendrá oposición partidaria y disconformidad ciudadana (quienes votaron por otra opción y perdieron)- se fundarán en el encargo de la representación otorgada por los titulares del poder: los ciudadanos. De hecho, “la esencia de la Representación es que el pueblo debe ceder su poder, confiándolo, por un período limitado al representante elegido” (Pitkin, Hanna, 1967).

La mísera legitimidad del gobierno de transición nos indica todo lo contrario de la noción conceptual sobre un gobierno representativo. Por azares de la política como los actos insospechados de L. F. Camacho y la senadora Adriana Salvatierra -antes y después de la caída de Evo-, la sugerencia de los militares, y un dispositivo legal, obtuvo la misión específica de llenar el vacío de poder y convocar a elecciones lo más pronto posible, no por el voto (24%) que recibió su alianza partidaria en el 2014 y la constituyó como senadora del bloque de minoría.

Si la pandemia está impidiendo que los comicios se realicen lo más pronto posible, entonces el gobierno de transición debería demostrar en lo que le queda de gestión -no sabemos hasta cuándo-  transparencia, humildad y ejercer la autocrítica para diferenciarse de los anteriores gobernantes, pero no. La corrupción y el tufo autoritario permanecen vigentes. Desconocen su mísera legitimidad pero actúan políticamente como si hubieran ganado los comicios con el 51%, o un “designio divino” les hubiera otorgado el derecho de gobernar. Remedan de forma patética los males históricos de Bolivia.

José Orlando Peralta B. /Politólogo

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