Rafael Narbona
Cuando don Aniceto le comunicó que pasaría unas semanas en Algar de las Peñas para supervisar el funcionamiento de la parroquia, el padre Bosco experimentó la sensación de que su vieja úlcera de duodeno volvía abrirse. Había pasado años en las consultas de gastroenterología, soportando pruebas muy desagradables, casi torturas medievales. Los medicamentos que le recetaron solo le proporcionaron alivios temporales, no soluciones definitvas. Las molestias no desaparecieron hasta que perdió treinta kilos. Fue una auténtica hazaña que puso a prueba su equilibrio mental. Durante un año, pasó un hambre espantosa. Soñaba con banquetes pantagruélicos que incluían toda clase de viandas poco saludables: hamburguesas, patatas fritas, pizzas, embutidos, bebidas azucaradas, helados. Desde joven era aficionado a la comida basura. Su apetito era legendario. En su barrio, hacía apuestas con sus amigos sobre la cantidad de hamburguesas que podía comer en un día. Su récord era doce, acompañadas de varios litros de Coca-Cola. Su metro noventa le ayudaba a engullir sin medida. De mayor, se moderó bastante, pero seguía comiendo porquerías. Le encantaba la bollería: cruasanes, ensaimadas, suizos, napolitanas de chocolate, palmeras glaseadas, bambas de nata, bartolillos. Todas esas exquisiteces desfilaban por su mente mientras seguía el régimen. Sabía que la gula era un pecado, pero a fin de cuentas solo era un hombre y todos los hombres son pecadores. Una angina de pecho y un reflujo que casi le impedía dormir le obligaron a cambiar su estilo de vida. Se sometió a una estricta dieta y comenzó a pedalear media hora al día en una bicicleta estática. Cuando logró bajar diez kilos, se compró una bicicleta convencional y descubrió el placer de pasear sobre dos ruedas. En once meses, bajó treinta kilos. Animado por ese logro, pensó que podría relajarse y volvió a comer porquerías. En unas semanas recuperó diez kilos y comprendió que su única alternativa para no tener una panza tan descomunal como la de Chesterton sería mantener indefinidamente el régimen, alimentándose de pescado, fruta y verdura. Desde entonces el único exceso que se permitía era una copita de vino de vez en cuando y excepcionalmente un botellín de cerveza.
Gracias a su tenacidad, la úlcera no había vuelto a incordiarle, pero la inminente visita de don Aniceto había provocado que el malestar reapareciera. Mientras llevaba la parroquia el padre Juan, había hecho lo posible por limar las fricciones que se producían entre el joven sacerdote y el obispo, pero su paciencia se había agotado. No soportaba el carácter maniático y autoritario de don Aniceto. Su aspecto pulcro y sus modales suaves no podían ocultar su intolerancia y su deseo de amargar la existencia a los demás. No alzaba la voz, pero sus frases eran hirientes como estiletes. Diminuto, con la cruz obispal siempre colgando del pecho y con las canas amarillas por el exceso de colonia, nunca se cansaba de soltar perlas: «El feminismo radical y la ideología de género están causando un nuevo holocausto», «El amor a las mascotas nace de la incapacidad de amar al hombre», «Los anticonceptivos destruyen el respeto hacia la mujer», «El progresismo nos ha llevado al invierno demográfico», «Los ateos son los nuevos bárbaros. Destruirán Europa. Solo buscan sexo y dinero». No era un bocazas. Buscaba la polémica. Le gustaba tocar las narices. Su narcisismo le demandaba protagonismo en los medios y su piel era suficientemente dura para aguantar las campañas de descrédito. Sabía que una revista satírica había creado una sección donde se le ridiculizaba sin piedad. No le hacía gracia, pero pensaba que era una especie de martirio y eso le agradaba. Su sueño, ser recordado por su heroico servicio a la iglesia. No se consideraba un santo, pero sí un sacerdote valiente y leal.
El padre Bosco le esperó en la marquesina donde paraba el autobús. Se había jurado no perder la calma y, sobre todo, no permitir que la visita resucitara su úlcera. Había recuperado la costumbre de colocar dos dedos sobre la boca del estómago. El gesto le relajaba y le hacía sentir que podía prevenir el dolor. A veces se preguntaba si merecía la pena renunciar a tantos alimentos apetitosos, como un buen plato de riñones con patatas fritas en abundancia, pero no quería ser esclavo de los sentidos. Como decían los estoicos, solo es libre el hombre que somete las pasiones a los dictados de la razón. Y la razón aconsejaba cuidar su salud, evitando los excesos gastronómicos. Eso sí, cuando pasaba delante de una bollería y contemplaba una bamba rellena de chocolate, se preguntaba si el infierno incluiría sentimientos de frustración tan insidiosos.
Don Aniceto llegó a la hora prevista. Viajaba con dos maletas enormes y una de esas carteras que llevaban bajo el brazo los antiguos cobradores de seguros. Desprendía un fuerte olor a colonia y su cruz obispal brillaba como una cúpula iluminada por el sol.
-¿Qué lleva ahí, obispo? –preguntó el padre Bosco mientras cogía sus maletas, sorprendido de que un hombre tan menudo pudiera acarrear un equipaje tan pesado y voluminoso.
-¿En la cartera? Varios libros de Paul B. Preciado. Estoy escribiendo un artículo contra la teoría queer y quería conocer de primera mano sus disparates.
-¿Quién es Paul B. Preciado?
-Un autor de panfletos. Un transexual. Antes era mujer, pero ha cambiado de género, como se dice ahora. Se presenta a sí mismo como un «disidente del sistema sexo-género». No se cansa de soltar majaderías. Dice que no debería decirse: «nace un niño», sino «viene un cuerpo humano». La teoría queer es el mayor ataque perpetrado contra la civilización cristiana occidental. ¿No está de acuerdo?
El padre Bosco evitó contestar. No quería polemizar con el obispo. La teoría queer le parecía una moda, algo que pasaría. Eso del sexo no binario le sonaba a filigrana retórica de profesor universitario hambriento de fama y reconocimiento. No pensaba perder el tiempo dándole vueltas a esas cuestiones. Sus preocupaciones iban por otro lado: la guerra, el hambre, la pobreza. Se perdía el tiempo hablando de bizantinismos mientras se ahogaban inmigrantes en el Mediterráneo, se desahuciaba a familias vulnerables y morían niños de hambre en Yemen, Eritrea o Etiopía. Tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar un improperio cuando recordó que el obispo habría criticado la inmigración, afirmando que no todos eran trigo limpio y que algunos podrían ser terroristas. ¿Había olvidado que María y José se exiliaron, huyendo de la represión romana? Lejos de ser rubios y con ojos azules, su aspecto debía de ser el de cualquier semita: tez morena, ojos oscuros, cabello negro. Hoy en día, los habrían confundido con refugiados libios, sirios o palestinos.
-Roma cayó –dijo don Aniceto, que peroraba sin descanso, como solía ser habitual en él- y nosotros caeremos si no somos capaces de frenar al imperio gay.
El padre Bosco prefirió callarse. El obispo era su jefe y podía causarle muchos disgustos. No quería más problemas de los que inevitablemente traía el día a día. Miró al cielo y celebró su limpieza. Parecía el fondo de un cuadro veneciano, con un azul rebosante de luz. Un águila sobrevolaba unos campos de trigo, burlándose de la ley de la gravedad. Olía a tierra fresca y esponjosa.
-He oído que acuden a sus misas gais y musulmanes.
-Sí, es cierto. ¿Acaso Jesús no compartió la mesa con todos? No recuerdo que echara a nadie de su lado.
-Vaya, veo que sigue el mal ejemplo del padre Juan. Por cierto, ¿sabe algo de él?
-Por desgracia, no. Corrió el rumor de que había caído prisionero, pero luego lo desmintieron.
-Cometió una locura. Un sacerdote no debe implicarse en una guerra. Ese muchacho siempre ha sido un insensato. Por cierto, le hago notar que lleva el faldón de la camisa por fuera del pantalón.
-Siempre lo llevo así. Soy un poco descuidado.
-Pues hace mal. ¿No piensa en la dignidad de la iglesia? Somos sacerdotes y debemos ser un ejemplo. ¿Qué pensarán sus feligreses?
Caminando componían una extraña pareja. El obispo parecía aún más pequeño al lado del padre Bosco, cuyo pelo alborotado acentuaba su estatura, imprimiéndole el aspecto de un gigante pacífico y algo despistado. Don Aniceto llevaba los zapatos limpísimos, casi como espejos. Apenas sobresalían del pantalón, pues eran muy pequeños, casi infantiles. En cambio, los del padre Bosco eran enormes y el calzado, unas botas rústicas sumamente descuidadas, impedía que pasaran desapercibidos. La pulcritud del obispo contrastaba poderosamente con el desaliño del párroco de Algar de las Peñas, al que –sin alzacuellos- podría confundirse con un forzudo de circo empleado en una empresa de mudanzas.
Don Aniceto se instaló en el cuarto del padre Juan. No hizo ningún esfuerzo para disimular el desagrado que le producían el desorden y la suciedad: la cama del padre Bosco sin hacer, una manta arrugada sobre el sofá, los platos en el fregadero, polvo sobre los escasos muebles.
-¿No tiene alguien que le limpie? –preguntó con tono adusto.
-Antes venía una chica, pero encontró un empleo en Guadalajara y ahora me ocupo yo de la casa.
-Eso de que se ocupa, es un decir. He visto pisos de estudiantes menos caóticos. ¿Qué pensará el que le visite?
-Solo me visita Julián y no le molesta.
-¿Quién es Julián?
-Un anarquista.
-¿También se trata con anarquistas? No se priva de nada.
-Es un buen hombre y un idealista.
-¿Idealista? ¿Acaso los anarquistas no se dedican a poner bombas? Me preocupa usted. Hay que poner orden en su parroquia. Y permita que añada que también debería organizar un poco mejor su vida.
El obispo contrató a una señora del pueblo para que limpiara la vivienda, pero eso no logró evitar la guerra psicológica que se desató entre los dos sacerdotes. El padre Bosco era particularmente descuidado con las tapas de cualquier envase o recipiente. Se lavaba los dientes y dejaba abierto el tubo de dentífrico, sin preocuparse de que la pasta manchara el lavabo. Abría una lata de atún o sardinas y se olvidaba de cerrarla. Sacaba de la nevera un recipiente de plástico con comida y lo devolvía sin cubrirlo, lo cual provocaba que los sabores se mezclaran. No era menos indolente con la ropa y las toallas. Se cambiaba y tiraba la camisa o el pantalón sobre la cama, sin doblarlos y guardarlos en el armario. Nunca se le pasaba por la cabeza colgar las toallas de manera que se viera el dibujo, algo que siempre hacía el obispo, pues consideraba que esos pequeños detalles eran los que convertían el lugar donde vives en un hogar. En vez de recriminarle su conducta al padre Bosco, se dedicaba a corregir todas sus negligencias, poniendo los tapones y las tapas, y colocando las toallas del modo correcto. No servía de nada, pues enseguida todo volvía a estar igual. Quizás lo que más irritaba al obispo era la tendencia a guardar todo tipo de chismes, especialmente aparatos averiados, como tostadoras, exprimidores de fruta, cafeteras y otras cosas por el estilo.
-¿Por qué no se deshace de todo eso?
-Me gusta hurgar en sus tripas. A veces, he logrado reparar alguno de esos chismes.
-¿No le parece una pérdida de tiempo?
-Perder el tiempo es algo muy sano.
-Si usted lo dice.
Los problemas se agudizaban de noche, cuando encendían el televisor. Al padre Bosco le gustaban las películas de acción. Cuantos más tiros y explosiones, mejor. En cambio, al obispo solo le interesaban las tertulias de los canales más conservadores, con periodistas sumamente agresivos que se despachaban a gusto contra las feministas, los gais, los animalistas y los políticos de izquierdas. Cuando escuchaba que la inmigración ilegal era el caballo de Troya del multiculturalismo, asentía muy serio. Si algún contertulio afirmaba que las feministas parecían fregonas, meneaba la cabeza, fingiendo desaprobación, pero el brillo de sus ojos revelaba que le parecía un comentario divertido. El padre Bosco no soportaba la situación y se marchaba a su cuarto, frustrado por tener que tragarse tantas tonterías y no poder finalizar el día con una buena dosis de persecuciones en coche, tiroteos y peleas en callejones y azoteas.
La tensión entre los dos sacerdotes adquirió un carácter crítico cuando el obispo aconsejó a Julián y a Mamoudou que no acudieran a misa, salvo si pensaban convertirse.
-Hombre –contestó Julián-. A mi edad… Ni siquiera hice la primera comunión.
-Yo soy musulmán –alegó Mamoudou-, pero creo que mi Dios y el Dios cristiano son el mismo.
-Está muy equivocado –respondió el obispo-. Ustedes no creen en Cristo.
-Claro que sí. Jesús es un profeta, un hombre santo.
-No, señor. Es el hijo de Dios. Aclaren sus ideas y si no tienen fe, no pierdan el tiempo.
-Yo sí tengo fe –objetó Julián-. Creo en el hombre.
El obispo alzó las manos, tan pequeñas como sus pies, y les dio la espalda, harto de una conversación que le parecía absurda.
-No me parece bien lo que ha hecho –protestó el padre Bosco-. La esencia del cristianismo es la mesa compartida. Jesús bebía y comía con todos. Las puertas de la iglesia deben estar siempre abiertas. Acoger, no excluir. Ese es el espíritu del Evangelio. Perdone mi franqueza, pero creo que se equivoca.
-No me falte el respeto. Me debe obediencia.
-No pretendo ser irrespetuoso, pero mi obligación es corregir los errores ajenos, incluso los de mis superiores.
-No pretenda ejercer conmigo la corrección fraterna. Me corresponde a mí ese papel, especialmente con usted, que no es ejemplo de nada. ¿Qué me dice de sus eucaristías? ¿Cree que ignoro que le ha dado la comunión a Julián y Mamoudou? ¿Ya no recuerda en qué consiste la transubstanciación, un privilegio reservado a los buenos cristianos? ¿Y qué es eso de utilizar trozos de pan o rosquillas en vez de formas consagradas?
-Lo importante es la presencia de Cristo. A fin de cuentas, la última cena fue un encuentro entre amigos, algo sencillo y nada solemne, y Jesús partió el pan, como haría más tarde en Emaús.
-He oído que a veces ha permitido incluso que accediera un chucho a la iglesia.
-¿Quién le ha contado esas cosas?
-Una buena cristiana.
-Imagino que ha sido Consuelo, la madre de Ana. Echa de menos a don Antonio, el párroco anterior.
-Yo también le echo de menos. Reflexione, por favor. Con su falta de interés por las formas, me extraña que utilice alzacuello.
-Un cura tiene que estar a la vista, como un socorrista, con la bandera desplegada, indicando su disposición permanente de ayudar.
-¿Ha leído a Robert Sarah? Usted ha quitado los reclinatorios de la parroquia para evitar que la gente se arrodille. Un error más. Sarah dice que se traiciona el sentido de la liturgia si uno no se humilla ante el altar. ¿Y por qué no realiza la adoración del santísimo?
El padre Bosco prefirió no contestar. La experiencia le había enseñado que era más inteligente rehuir las confrontaciones. Antes o después, el obispo se marcharía y podría seguir a su aire. Sin embargo, las cosas se pusieron feas cuando Consuelo le contó que había alojado en su casa a una pareja de gais.
-Intolerable –exclamó-. Eso es intolerable. Tendré que tomar medidas.
-¿No ha oído al papa Francisco diciendo que los gais tienen derecho a tener un entorno afectivo, que no podemos condenarles a la soledad?
-Se condenan ellos solos con su conducta gravemente desordenada. No debería estar usted al frente de una parroquia y haré lo posible para que deje de estarlo.
La convivencia se hizo insoportable durante los días posteriores. El obispo ya no recogía lo que el padre Bosco dejaba de mala manera, sino que le echaba en cara su tendencia al desorden y el caos.
-Le hace falta disciplina. Se dice que la disciplina es aburrida, monótona, pero lo cierto es que si hay amor en lo que se hace, nunca aparece el tedio.
El obispo se apoderó definitivamente del mando del televisor y el padre Bosco perdió la oportunidad de ver series y películas. Incapaz de soportar a los tertulianos que deleitaban a don Aniceto, adoptó la costumbre de salir a pasear con una radio o un libro. No regresaba hasta que la luz de la alcoba del obispo se apagaba y podía ahorrarse el sermón de buenas noches que solía soltarle antes de marcharse a la cama. Solo entonces entraba en la casa, se tumbaba en el salón del sofá y se relajaba bebiéndose una cerveza. El alcohol no era bueno para esa úlcera que empezaba a molestarle otra vez, pero le proporcionaba un bienestar psicológico al que no estaba dispuesto a renunciar mientras las cosas no mejoraran.
Don Aniceto era muy friolero y a veces se dormía con la estufa encendida, un viejo calefactor reparado por el padre Bosco, pero que no reunía las condiciones mínimas de seguridad. Aunque ya era abril, la temperatura más bien parecía invernal. Un frente frío había provocado que los termómetros se situaran de noche entre los tres y los dos grados. El padre Bosco le comentó que era una imprudencia no apagar el calefactor.
-Usted lo arregló y hace un buen servicio –respondió el obispo-. Me gusta lo viejo y tradicional.
Don Aniceto no sospechaba el riesgo al que exponía al no apagar el aparato. Al moverse en la cama, provocó que la bata que utilizaba para levantarse a media noche e ir al baño se deslizara hacia abajo, con la mala suerte de que cayó sobre el calefactor. A los pocos minutos, la bata ardía y el obispo tosía por el humo. Asustado, se levantó precipitadamente, perdió el equilibrio y se golpeó en la cabeza contra una cómoda, perdiendo el conocimiento. Si el padre Bosco no hubiera intervenido, sus días habrían acabado esa noche. La Guardia Civil y una ambulancia acudieron a la casa para comprobar que ya no había peligro. El obispo tenía un chichón, pero no era nada grave.
-Si no llega a ser por el padre Bosco –dijo Yolanda, la joven agente lesbiana que patrullaba por el pueblo-, podría haber sucedido una desgracia. ¿Sabe que se ha quemado las manos y la espalda? Apagó el fuego con una manta y le sacó en brazos.
El obispo observó las paredes de la vivienda, ennegrecidas por el humo y detuvo la mirada en las vendas que cubrían las enormes manos del padre Bosco. Dos días más tarde, se marchó del pueblo. Parecía aplacado y sumido en la melancolía. Antes de subir al autobús, se dirigió al padre Bosco:
-Me ha salvado la vida. No soy ingrato. Sigo pensando que debe reflexionar y hacer las cosas de otra manera, pero no voy a tomar ninguna medida contra usted.
-Gracias, don Aniceto.
-Dele las gracias a la providencia.
Esa noche, el padre Bosco disfrutó de una película de acción, con muchos tiros y explosiones. Se bebió una cerveza y comió unas patatas fritas de bolsa, saltándose de nuevo su estricto régimen de pescado, fruta y verduras. Se sentía feliz y quería celebrarlo. La úlcera había dejado de molestarle. Agradecía haber conservado el viejo calefactor de don Antonio. La providencia a veces empleaba los métodos más insospechados. Intentaría ser más ordenado, pero seguiría acumulando cachivaches inservibles, pues le había salvado de un posible traslado. Verdaderamente, Dios se encontraba en todas partes y todo indicaba que sentía predilección por las cosas humildes y pequeñas.