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La espera

En el 2009 me tocó vivir la irrupción de la gripe A H1N1. Vivía en México. De un día al otro, las autoridades anunciaron la presencia de un nuevo virus y nos mandaron al encierro. Había mucha incertidumbre, teníamos miedo de todo. Los primeros días en mi departamento empecé a impacientarme; luego de jugar, leer, ver películas, escribir, charlar, ya no sabía qué hacer. A las dos semanas las cosas fueron abriéndose, pudimos salir a la calle, ver a la gente con cubrebocas y con gel. Unos meses más tarde, recordaba el episodio como una anécdota. Me sentía un héroe que sobrevivió a una pandemia con sabiduría y valor. Tenía la certeza de que no iba a volver a vivir algo similar.

Pero el destino es caprichoso, indomable, sorpresivo. En marzo me agarró la nueva pandemia en París. Hay mucho qué decir y que escribir sobre todo lo vivido. Me concentro en una dimensión: el tiempo.

Cuando el presidente francés anunció que teníamos que estar encerrados una temporada porque lo peor estaba por llegar, me invadió un profundo desasosiego. ¿Cuánto había que esperar? Primero fueron tres semanas, luego otras más, hasta que llegamos a los 55 días. Recuerdo que sólo quería dormir una larga noche y despertar en la “nueva normalidad”. Quería evitar la cotidianidad, el tedio de cada segundo que pasaba lento mientras nos bombardeaban con noticias dramáticas. Hasta que se cumplió el plazo y se empezó a relajar el confinamiento. Fue un alivio volver a las calles, aunque estaba claro que nada era igual.

Actualmente estoy otra vez en México. Desde febrero las autoridades anunciaron que la pandemia sería larga. Los datos son tenebrosos, el prometido pico no termina de llegar, las cifras bajan muy lentamente. Es desesperante. Lo peor es que el horizonte no es claro. ¿Cuánto va a durar? ¿cuándo vamos a volver a las condiciones más estables para trabajar, estudiar, vivir? Nadie tiene una respuesta certera. Algunos dicen que en octubre todo puede mejorar, otros que hasta el próximo año con la vacuna, los más pesimistas en un par de años.

Una de las angustias más grandes es no tener claro el tiempo de espera. El verbo “esperar” se asocia a esperanza, creer que algo positivo puede suceder. Paradojas de nuestros tiempos: nuestra espera parece más un castigo que un preámbulo al amanecer. Entre tanto, ¿qué nos queda? Dejar que los científicos lleguen a una solución que nos devuelva un mínimo de certeza. Que se acumulen los días, las semanas, los meses para volver a encontrar la sonrisa.

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